A la irlandesa Bridie Monds-Watson la conocimos en 2015 cuando aún no había alcanzado ni la veintena, con Before we forgot how to dream, un álbum de título ya desolador y portada en un blanco y negro granulado y expresionista, un casi angustioso compendio de apoplejías juveniles, confesiones descarnadas y proclamas de honestidad para una generación con mucha más conciencia de lo que algunas caricaturas viejunasquieren hacernos creer. El regreso de la así llamada SOAK, una especie de cruce entre “soul” y “folk”, conserva el gusto por los títulos con regusto a tragedia (“Ciudad severa”), pero al menos propicia el estallido cromático y la ebullición de esa estética de grafiti. Por decirlo de una manera elocuente, Bridie ha dejado de mirar solo hacia el interior, convertida ya en referente generacional e icono del colectivo LGTBI, para mirar a su alrededor y documentar por qué tampoco acaba de convencerle el mundo que nos rodea. Es un diagnóstico valiente (que abre y cierra con una llamada a los parias en forma de anuncio ferroviario) y, dentro de su pesimismo, lo bastante amplio de miras como para dejar hueco a algunas de las canciones más adictivas de 2019. Alguien tenía que escribir Deja vú, candidato clamoroso al single más adictivo del año, con Scrapyard, si se nos permite la sugerencia, como su modélica cara B. Y alguien tenía que acertar con un título tan ingenioso como I was blue, tecnhicolour too. SOAK es ahora más expansiva, locuaz, elocuente: una portavoz de la generación Zque no recurre al selfi, sino a la disección lúcida de quien, habiendo nacido en 1997, ya dispone de opinión sólida y formada. Esa expresividad puede recordarnos incluso a otra irlandesa ilustre, la añorada Dolores O’Riordan; incluso a la dimensión más social de un tercer irlandés, el Bono de sus buenos años mozos. Monds-Watson no es un apellido fácil de memorizar, pero SOAK, después de trallazos tan adictivos como Knock me off my feet o guiños a la new waveen Maybe, ya no se nos marchará de la cabeza.