M-Clan son una sociedad engrasadísima, solvente y rentable, y este mismo año han celebrado sobre los escenarios sus 30 años de andanzas casi siempre sabrosas, pero el último álbum con material de estreno, Delta, si remonta a 2016 y ni aquella obra ni aún menos la anterior, Arenas movedizas (2012), dejaron sensaciones particularmente pletóricas. Así que ese paréntesis creativo lo están aprovechando los integrantes del tándem para tirar hacia sus respectivos montes: Ricardo Ruipérez con un pudoroso estreno en solitario (En la distancia corta, 2019) de tono mucho más mesurado y acústico, y Carlos Tarque en la dirección radicalmente opuesta, consolidando un sonido mucho más fiero y borrico que aquí, en su segunda entrega como máximo protagonista, adquiere una versión aún más cortante y afilada. Lo de llamar a sus acompañantes La Asociación del Riff es, en efecto, un arma con mucha munición para disparar en todas las direcciones.

 

La adscripción del músico murciano (aunque nacido en Santiago de Chile) a la causa del hard rock sin concesiones ni miramientos es un acto muy legítimo de honestidad y valentía, sobre todo teniendo en cuenta que el rock, sin necesidad de revestirse de dureza, se encuentra ahora mismo muy lejos de las preferencias de los medios de comunicación. Quizá esa dificultad, o ese contexto desfavorable, es justo lo que embravece el discurso de Tarque y lo convierte en un gesto de abierto desafío. Porque este tipo nos fija la mirada como si se tratara de un forajido peligroso, un valioso añadido de actitud para apuntalar esa garganta que sigue mostrándose pletórica y flamígera con su inconfundible bramido áspero y rugoso. Puro blues con alto contenido en asfalto.

 

Lo de Vol. 2 puede que no sea un prodigio de originalidad y esmero, aunque sospechamos que encierra un guiño al “Volumen 4” de Black Sabbath, una formación que Tarque habrá escuchado hasta la saciedad. Pero buena parte de la credibilidad de estas 12 llamaradas de rock hay que atribuírsela a Carlos Raya, omnipresente en su papel de productor y guitarrista, mucho más desmelenado de lo que puede permitirse cuando ejerce de escudero con Fito & Fitipaldis o Leiva. Raya hace que todo crepite y su tocayo se pone las pilas esta vez también en la parte lírica: aunque los lugares comunes sobre carreteras, mujeres, bebidas de alta graduación, escenas en mitad de la madrugada y demás situaciones al filo no dejan de sucederse, nada suena grotesco ni inverosímil, e incluso Piel de toro encierra un mensaje (algo genérico) de hartazgo ante los males políticos y estructurales de este bendito país.

 

No se ganará la vida como actor el gran Tarque, a juzgar por el tarantiniano vídeo de He vuelto para veros arder, pero la mala baba y el punto crudo y asilvestrado del tema –primer sencillo y apertura del disco– señala con claridad el sendero. Mucho más rock que blues, pocas baladas y una versión de Cactus, Maldigo, para marcar el territorio. Un disco para reivindicar el rock sin ambages y para reivindicar a su protagonista como un cantante nuevamente mercurial.

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