Chris Cohen juega en otra división. Más en concreto, en la liga de los raros. Paint a room es un disco muy breve que en menos de media hora aporta más música, ideas, sorpresas, intrigas y motivos para la reflexión que la más kilométrica lista de éxitos virales que pueda ofrecernos la plataforma de turno. Son canciones flotantes, ensimismadas, líricas y bellísimas, con vaivenes armónicos de esos que solo tipos imaginativos e inconformistas como Cohen saben ofrecer. Y esa sensación de incertidumbre, de escucha expectante e inmersiva, es maravillosa (y por desgracia infrecuente, ya decíamos) desde la perspectiva del que escucha.
Estas 10 canciones están registradas en el estudio casero de su firmante a lo largo de, imaginamos, muchas tardes de los años 2022 y 2023 durante las que Chris iba aportando toda la arquitectura básica –suyas son una mayoría de guitarras, bajos, teclados y percusiones– antes de ir convocando a toda una amplia nómina de amigos para que lo coloreasen y enriquecieran todo con vientos y metales de aires experimentales (los arreglos son de Jeff Parker, de Tortoise), percusiones sagaces y algún que otro violín. El resultado es etéreo, intrigante y riquísimo, pero siempre al servicio de esa voz embelesada de Cohen, una garganta que, más allá del referente necesariamente reverencial en que se ha convertido Nick Drake (Wishing well), apunta hacia coordenadas similares a las de Robert Wyatt o Stephen Steinbrink. Hombres, ya se sabe, de apariencia frágil y mundo interior intenso, turbio y atribulado. Incluso la sombra inquietante de Syd Barrett amaga con asomar por Dog’s face, una aportación casi desestabilizadora dentro de un repertorio inquietante y, pese a todo, esperanzador. Tan capaz de revelar que uno puede “morirse de la risa, riéndose de miedo, riéndose de haber derramado cada lágrima” (Laughing) o de extraer música luminosa de la pura incertidumbre (Night or day).
Casi todo acaba siendo posible, ya decimos, en estos 29 minutos de revelaciones en cascada: desde el tropicalismo (Cobb estate) a las guitarras a lo Roger McGuinn de Sunever o ese extraño vals ebrio y desacompasado que es Randy’s chimes, final estrafalario para un disco prodigioso en su absoluta singularidad. El exintegrante de Deerhoof sigue tomándose su tiempo, espaciando estos álbumes breves y maravillosamente desconcertantes (su antecesor, el homónimo Chris Cohen, nos remonta a 2019), haciéndonos poco a poco partícipes de un universo tan insólito que, como en la imagen de portada, todavía está a medio rematar.