El tándem sevillano que integran el vocalista y letrista Francisco Naranjo y el codiciado productor Fernando Zambruno –al que le hemos visto interactuando con Maga, Derby Motoreta’s Burrito Cachimba o Victorias– culminan en menos de un año un segundo álbum que juega a servir también como segunda parte de su antecesor, puesto que ambas piezas se complementan a la manera del ying y el yang. La idea de un díptico discográfico en torno al día y la noche es hermosa, incluso en esa plasmación gráfica de blancos y negros cruzados, casi a la manera de revelados fotográficos, aunque la tentación a pensar que este Fase solar es el antídoto luminoso a su hermano mayor, Fase lunar (2023), es más conceptual y teórica que tangible desde un punto de vista sonoro. Porque las ocho canciones que ahora nos ocupan quizá acontezcan en horario diurno, pero habremos de imaginarlas en un contexto más borrascoso que anticiclónico. En definitiva, y si nos permiten la sugerencia: no guarden por ahora el abrigo.

 

Naranjo y Zambruno se acogen a un rock independiente de alta intensidad sónica, elevadas turbulencias emocionales y un gusto por la lírica refinada que es de agradecer, más aún en tiempos de escrituras perezosas y acomodaticias. “Beber absenta antes de la transmutación me hacía percibirme eterno”, desliza nuestro jefe de filas en el transcurso de Horizonte de sucesos, ejemplo de su gusto por la nebulosa argumental y la imaginería sofisticada. Conste que hay inyecciones puntuales de vitamina D en el chisporroteo con sorna de Me da igual ser feliz o el epílogo esperanzado de Saldrá el sol (“Fui a esos lugares en que nunca debí estar / pero regresé sin parada en la culpa”). Pero no hay manera de que se nos desempañe del todo la mirada si somos conscientes (Hombre y Dios) de realidades tan inquietantes como la que anuncia su lacerante primer verso: “La oscuridad me pertenece y me devora”.

 

A Estado Temporal se les va el ramalazo planetero alguna que otra vez de las manos, pero dentro de unos límites asumibles; sobre todo, porque también habrían sido buenos teloneros de Niños Mutantes –si los granadinos no nos hubieran dejado irremediablemente huérfanos estos meses pasados– y su paladar anglo abarca desde Echo & The Bunnymen a los jóvenes Simple Minds, con algún que otro guiño inevitable a The Cure en sus bajos de alta densidad. Son ocho canciones de combustión lenta y estribillos demorados, pero esta búsqueda de los recovecos frente a la dictadura de los lugares comunes se agradece, sin dudarlo, como una muy plausible banda sonora invernal de nuestro salón.

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