Por si todavía queda alguien en la sala abonado a la cantinela de que no podemos esperar gran cosa de la generación Z, he aquí un disco para sepultar de golpe cualquier absurda reticencia. Lola Young (nombre real: la aureola artística ya venía con la partida de nacimiento) proviene del sur de Londres y aborda ya su tercera entrega discográfica con apenas 24 primaveras. Pero abstengámonos de pensar en «tierna edad», porque lo suyo son años intensos: I’m only f**king myself aborda sin pelos en la lengua (porque esos forzados asteriscos, más que maquillar el mensaje, lo intensifican) el dolor, la furia, los fantasmas internos y, muy importante, la salud mental, sin atisbo de ejercicios vacuos de ternura y buenismo. Y también hay lujuria indisimulada desde la perspectiva femenina en la colosal One thing, esa sobre la que la escritora Marta Peirano se refirió como “una de las canciones más cochinas que he escuchado en mucho tiempo”. Activen el traductor si no se manejan del todo con el inglés: es tan inequívoca como la aún más reciente Wood, de Taylor Swift.
Todo cambió para Young en 2024 con el exitazo exponencial (y merecidísimo) de Messy, una canción extrañamente adictiva –lo que no siempre resulta sencillo con los medios tiempos– que seguía la estela de Amy Winehouse desde un sonido envolvente que se suma a la imparable fascinación reciente de las jóvenes por Fleetwood Mac. Lo venimos observando desde Haim a Sabrina Carpenter o Miley Cyrus (¡ese Secrets junto a Lindsey Buckingham y Mick Fleetwood!), y Lola incorpora esa finura (Sad sob story, Can we ignore it?) cuando no se vuelve más macarrónica y garajera (Not like that anymore) o se abona a una producción más metálica y contundente para F**k eveyone o d£aler.
Hija de madre inglesa y padre chino-jamaicano. Sobrina nieta de Julia Donaldson, la autora del libro infantil El grúfalo. Alumna del BRIT School, el mismo lugar en el que se formaron Amy o Adele. Y diagnosticada desde los 17 años con trastorno esquizoafectivo, un dato del que siempre ha hablado abiertamente para concienciar, sobre todo entre los jóvenes, sobre la importancia decisiva de la salud mental. La biografía de la joven Lola es ya a estas alturas abiertamente novelesca, y no exenta de sobresaltos como algún ingreso para rehabilitación o el colosal susto en Nueva York de finales de septiembre, cuando se desmayó en directo en pleno concierto, cayó de espaldas, permaneció inconsciente durante más de medio minuto y precisó de hospitalización. La víspera había cancelado una actuación por problemas de salud mental y durante el bolo en el que se desplomó llegó a mencionar: “He tomado la decisión de actuar porque no quería quedarme solo atrapada en mi propia tristeza”.
Pero es importante que no atosiguemos a Lola por motivos extramusicales y nos centremos en los frutos de su imaginación, porque el suyo es un talento mordaz que parece brotarle a borbotones. Es rítmica, pegadiza, descarada, provocadora y tan escandalosamente brillante como no recordábamos, desde tan pequeña, más que en los casos de Billie Eilish, Mitski o, en otras coordenadas estilísticas, Lawfey. Creer en el futuro pasa por muchachas así de fulgurantes.