Edward Neil Anthony Hannon​ va a cumplir en unas semanas 55 años (un hombre como él solo podía ser hijo del otoño) y afronta aquí su decimotercer álbum ya bajo el epígrafe de The Divine Comedy, pero ni tenía aires posadolescentes cuando comenzamos a verle bajo los focos, tres décadas y media atrás, ni presenta ahora el aspecto un poquito ya avejentado que podría corresponderle por puro mandato biológico a la edad madura. Son consideraciones de fisonomista poco documentado, pero la divagación tiene algo de simbólico en el caso del menudo genio norirlandés: su aspecto no se corresponde con ninguna edad concreta de la misma manera que su música se aleja de cualquier adscripción cronológica. Por eso Rainy Sunday afternoon se manifiesta ante nuestros agradecidos pabellones auditivos como un álbum de belleza atemporal, que nadie sabría fechar de manera convincente con su sola escucha y que volveremos a disfrutar, muy intensamente, todas las veces que vuelva a colocársenos a tiro en la estantería. Ojalá que muchas y durante mucho tiempo.

Hannon es un autor estratosférico cuya obra ya casi merecería el tratamiento reservado a los grandes cancionistas que en el mundo han sido –McCartney, Wilson, Bacharach, McAloon: a ese nivel–, pero la humildad con la que desarrolla un trabajo tan excelso le ha colocado siempre en un perfil bajo. Le adoran músicos y compositores que pedirían sin dudarlo su canonización (pregúntenle a nuestros Coque Malla o Jacobo Serra, por poner un par de ejemplos), pero se le conoce solo en los círculos distinguidos de los entendidos y llega toda la vida pasándole inadvertido a un gran público al que nunca le han hablado de él y que quizá se sintiera en una primera instancia abrumado por la complejidad armónica y las filigranas compositivas de nuestro personaje, cuyas hechuras como creador se dirían más propias de un Conservatorio que de la escucha reiterada de, pongamos por caso, los Beatles. Son dinámicas que deberíamos romper entre todos, porque un disco tan delicioso y adorable como Rainy Sunday afternoon no precisa de unos conocimientos exhaustivos de nada: solo la suficiente apertura mental de miras para comprender que el arte de conjugar estrofas, estribillos y buenas letras no tiene que limitarse ni a los consabidos tres o cuatro acordes ni a la habitual matraca de la margarita deshojada y el amor recíproco o descarrilado.

En esa línea de actuación impecable, Neil y su particular Comedia solo se salió un tanto del guion con su disco anterior, el desconcertante y hasta a ratos delirante Office politics, una especie de extenso álbum conceptual con aires robóticos sobre la vida de un oficinista. La vieja guardia del divinismo aceptó el experimento solo regular, así que a Neil quizá se le hayan quitado las ganas de digresiones. Al menos, este disco número 13 transmite la sensación de obra para preservar las esencias: melodías fabulosas, bonitos y comedidos arreglos de cuerda en un puñado de canciones, sabores retros y de resonancias eternas. Y basta con escuchar Achilles, el refinadísimo corte inaugural, para comprender que Hannon habría podido compenetrarse con Morricone para sus películas del Oeste.

A todo ello tenemos que sumar, por supuesto, las singularidades y excelencias temáticas, un ejercicio agridulce donde podemos pasar sin intermedio de The last time I saw the old man, sobre el cruel y doloroso proceso de deterioro paterno a raíz del alzhéimer, al delirante autorretrato infantil de The man who turned into a chair, con la incorporación de un coro que acentúa el componente cómico de la aventura. Y más adelante podemos conjugar Down the rabbit hole, que es pura escuela de musical clásico, con la soberbia y abolerada Mar-a-Lago by the sea, una melodía eterna y fabulosa que le sirve para lanzar una sagaz pero furibunda diatriba contra Trump, al que imagina saliendo de la cárcel… después de una buena temporadita entre rejas.

Así de volcánica es la imaginación en el universo de The Divine Comedy, como siempre permeable a las grandes canciones de amor (I want you), incluso cuando reflejan las vicisitudes, roces y discrepancias de las parejas de larga duración (Rainy Sunday afternoon) o el síndrome del nido vacío ante la marcha de la hija en All the pretty lights. La vida (ciertamente) adulta es así, tan pletórica y a la vez agridulce como este disco del eterno viejoven Neil Hannon. Un mago del tarareo que echa el telón aludiendo a nuestro cruel destino ineludible en Invisible thread, pero que es capaz de conmovernos y reconciliarnos con la belleza de la vida hablando justo de su carácter efímero. Cosas, en definitiva, solo al alcance de los más grandes.

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