No encontrarás muchos discos tan hermosos este año. A lo mejor sí más relevantes, trascendentales, elaborados, ambiciosos, complejos, perdurables, pero… ¿más bonitos que esto? Difícil, muy difícil. Hundred acres es un álbum gigantesco en su teórica humildad. Etéreo, intimista, para escuchar con los ojos entornados y sentir cómo su manto acústico nos arropa, cómo la mente nos conduce en vuelo rasante a alguna de las praderas de la infancia, a aquellas tardes anaranjadas en las que el tiempo parecía eterno y el mundo, un indisimulado paraíso.

 

Sean Carey proviene de Wisconsin y tiene empleo estable como pianista y batería de Bon Iver, pero cada cuatro años hace un paréntesis y se dedica a la primera persona. Este es su tercer álbum (sin contar un EP) y resultaría imposible no reparar en su exquisitez, en el emotivo preciosismo de los arreglos de cuerda de Hundred acres, Meadow song o la fabulosa Hideout; en las segundas voces de Gordi para la no menos encantadora Yellowstone.

 

Las comparaciones con Bon Iver (el propio Justin Vernon colabora aquí y acullá) y los juegos a dos voces surgen de inmediato, evidentemente más por el lado de For Emma, forever ago que de 22, A million. Pero también nos pueden venir a la memoria Sufjan Stevens, Will Stratton, Nick Mulvey, Modern Studies. Todo finísimo, todo adorable. Las diez canciones de esta pequeña gran obra de arte no dejan margen a la impaciencia. Si aun así no puedes esperar hasta el sexto corte, acude directamente a él: More I see. Es tan lindo que te acabará doliendo.

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