El sevillano Alberto Romero Nieto es de los que piensa en las canciones como criaturas con entidad y vida propia; seres vivos a los que mimar, tratar con atención y erigir en interlocutores perfectamente válidos. Y esas canciones, de un par de años a esta parte, fueron las que miraron a la cara a su progenitor y le persuadieron de que debía orillar ya su faceta como Capitán Cobarde y recuperar la identidad original y primigenia, la de Albertucho, una bandera que no ponía a ondear desde aquel quinto elepé, ¡Alegría!, que se remontaba a 2012. Y sí, parece obvio que estas 11 nuevas páginas han sabido mantener con su firmante las conversaciones pertinentes, porque unas historias con tanta garra, vigor y (tierna) fiereza requerían de la impronta del Alberto más genuino.

 

La fascinación obsesiva de Romero por Bob Dylan tiene algo de novelesca y explica la faceta cobarde de nuestro protagonista a lo largo de cuatro entregas entre Capitán Cobarde (2015) y Camino de vuelta (2021). Pero los tiempos definitivamente no propician ahora mismo el lirismo, sino el colmillo afilado.

 

Y así es que a este genuino perro andaluz, mucho más hijo de la calle que de Buñuel, no le ha quedado otra que apretar la mandíbula y saltarle al cuello a botarates, malajes y mediocres. Porque hemos de sacarnos el sombrero con un hombre que, desde el primer minuto y sin un solo circunloquio, sitúa en su punto de vista la violencia de género, la homofobia y el odio al inmigrante, enemigos expresos en ese El perro andaluz que abre boca y fuego, que se erige en manifiesto fundacional de este Alberto valiente, locuaz. Este Alberto más necesario ahora que nunca.

 

Tocaba por tanto virar la nave hacia ese rock canalla y concienciado que Alberto mamó de Robe Iniesta o de Leño, pero también de Kiko Veneno (¡claro!) y de ese Sabina más pendejo al que le gustaba que le dijesen las cosas en la calle. Nadie mejor que Diego Pozo, El Ratón, el jerezano aliado con El Canijo en los tiempos de Los Delinqüentes, para sazonar el potaje con una producción de aires asilvestrados, fronterizos y extremoduristas, con ese punto de compromiso y sabiduría popular que hace de Albertucho un hombre transparente en sus intenciones, nítido en el discurso y muy noble no ya solo como artista, sino como ser humano. Lógico también que Kutxi Romero (Marea), ese hermano con el que no comparte sangre, sino alma, irrumpa en un Ouróboros con vocación de manifiesto para el reencuentro y el eterno retorno a lo que de verdad importa: “Y que empiece el aguacero, que saldremos a ladrar”.

 

Hay mucho que ladrar, sin duda, y necesitamos severos chaparrones de agua purificadora para desdibujar el oportunismo, la falsedad y la intolerancia, enemigos manifiestos de un Romero Nieto que ha publicado este disco casi la misma semana en que cumplía 40 años y al que ni el pudor ni la diplomacia van a privarle ya nunca más de pronunciar sus verdades palmarias y lapidarias. Ese Albertucho que también sabe alternar garras y caricias, y erige un rotundo rock de celebración y bienvenida a Silvio, su primogénito, con un Todo será verdad que suena sentido pero no edulcorado.

 

Qué difícil cantarle a algo tan íntimo y propio como el nacimiento de un hijo, y que cualquier oyente, con independencia de sus circunstancias, pueda compartir y abrazar el resultado. Pero así es este Alberto de vuelta a las andadas, la intersección entre su melena felina y ensortijada y la dulzura de esos ojos verdes que no conocen el odio, sino solo la mirada profunda y el compromiso.

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