Que el mes de agosto no nos nuble las entendederas ni nos adormezca los pabellones auditivos. Nadie le mete prisas a una artista debutante para que nos conceda el segundo capítulo de su discografía apenas un par de años después de irrumpir en la escena. Nadie se lo exigiría, y alguno tendería a pensar que pudiera precipitarse, aplicando ese viejo criterio según el cual un autor dispone de toda la vida para preparar su primer álbum y solo unos pocos meses para dar forma al segundo. Pues bien, todos esos apriorismos pierden sentido en el caso de Bedouine. Ella fue una de las grandísimas revelaciones de 2017. Lo consiguió con un álbum exquisito, fino, delicioso. Aquellas diez canciones resultaron ser una selección entre las cerca de 30 con las que se presentó en el estudio. No nos urgía aún reencontrárnosla. Hemos podido temer que le entrara innecesariamente la prisa. Y no: esta segunda entrega es más maravillosa aún. Hermosísima. Propia de una mujer de sensibilidad y talento majestuosos, capaz de cantar como un metal precioso derritiéndose por el calor y con un gusto por los arreglos detallistas que no será fácil igualar durante este 2019, por mucho que rebusquemos en los cajones de las novedades. Bedouine es Azniv Korkejian, una joven siria de Alepo que creció en Arabia Saudí y desde chavala reside en Los Ángeles, por lo que acaba recordándonos siempre más a los Carpenters que al folclor de Oriente Medio. Pero ese gusto por la canción de autor a caballo entre los sesenta y setenta, desde Linda Perhacs (atención a los viajes sonoros de Dizzy) a Vashti Bunyan, se agiganta con un dominio clamoroso de los arreglos de cuerda. Quien sea capaz, por ejemplo, de escuchar Bird sin conmoverse es que no tiene corazón. Azniv canta con voz serena, parsimoniosa, como si todo brotase de sus entrañas sin esfuerzo, pero esa naturalidad con la que aborda el vibrato o los melismas no es normal. Qué va. Es tan excepcional que este Bird songs… pone difícil a Weyes Blood el liderazgo en la carrera por el mejor disco del año.

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