Nunca he podido dejar de sentir una extraña simpatía hacia Chris Rea, ejemplo de artista discreto y trabajador, de hormiguita laboriosa que nunca acaparó grandes titulares pero acredita una discografía para la que precisaríamos de unas cuantas tardes ociosas si queremos dar cuenta de toda ella. Es curioso que apenas se le tuviera en consideración en España hasta el tema central de On the beach (1986), tema de cálido balanceo veraniego que le postulaba como una especie de versión (aún más) liviana de Mark Knopfler. Lo llamativo es que para entonces Rea ya había firmado otros ¡siete! álbumes previos, de los que este Deltics, escasamente conocido y menos aún reconocido, era el segundo. Empatizo con ese personaje sonriente y casi oculto por un gorro de lana que pasea en portada a orillas del mar. No viste de manera muy elegante, asoma un jersey de cromatismo muy dudoso, parece haberse puesto el primer trapo que encontró en el perchero justo antes de un paseo vespertino. Y apenas distinguimos el rostro, como si el pudor o el desinterés por la fama le impidieran aspirar a la condición de ídolo juvenil. Pero es bastante joven, 28 años, y parece feliz, seguramente porque piense (y aquí lo compartimos) que acababa de entregar una preciosa colección de 11 canciones. Ninguna de ellas logró gran notoriedad ni una trascendencia longeva; solo la contagiosa Diamonds figura en alguna antología. Pero cualquiera que escuche un tiempo medio como The things lovers should do admitirá las hechuras de gran autor que ya evidenciaba. O admitirá la viveza rítmica de Twisted Wheel, un gran arranque de evidente querencia por Elton John (el productor era Gus Dudgeon, que también había trabajado con el genial gafotas) y alentado por esos bajos octavados que tanto se estilaban en la música disco. O acabará descubriendo la gran Don’t want your best friend, otra muestra de que media humanidad escuchaba y admiraba por aquel entonces a Springsteen. Al final, y más allá de su mala mano con las portadas (es difícil superar en ramplonería a Tennis, Wired to the moon o God’s great banana skin) y de álbumes más o menos prescindibles, queda también la huella de un estajanovista meritorio, de un discreto tipo de Yorkshire nada exento de pulso y encanto.

 

 

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