A Everything Everything les encanta seguir siendo los chicos rarunos del barrio, aunque eso mismo les condene a quedarse lejos de unos niveles más relevantes de popularidad. Puede que nunca los hayan pretendido, bien es cierto, o que hayan asumido esa condición de marcianos, estrafalarios, inaprensibles e insólitos que se les presuponen a las bandas de culto, pero su séptimo elepé seguramente no cambie las tornas. ¿Un álbum conceptual futurista sobre una sociedad inmersa sin fisuras en el capitalismo y embarcada en el faraónico proyecto de construir una gigantesca montaña artificial? En algo menos de 55 minutos de apasionante viaje sonoro –y cósmico– se irán despejando las incógnitas.

 

La clave radica, irremediable y felizmente, tanto en la voz como en el temperamento de Jonathan Higgs, uno de los jefes de filas más audaces, heterodoxos y rodeados de misterio que ha conocido el pop británico durante los últimos 15 años. Por lo que se refiere a la parte musical, nadie pasa de la voz natural al falsete con tanta frecuencia y naturalidad como él, y encontrar a estas alturas una señal de identidad tan inimitable y característica se convierte en un capital creativo valiosísimo. En cuanto a la habilidad para desarrollar conceptos filosóficos y metaliterarios, eleva a EE a la estratosfera del pop británico más aristocrático, pero puede producir cierto vértigo entre los oyentes menos familiarizados con la dialéctica de Manchester. Que nadie se desasosiegue: más allá de metáforas y ambiciones, el pop con sintetizadores del cuarteto se puede volver frenético y palpitante (Cold reactor) o más atormentado y doliente (Buddy, come over), con huellas de la herencia eternamente demorada de The Cure. Pero siempre merece la pena subirse a la nave.

 

En realidad, a los doble Everything nunca les ha ido nada mal en su tierra, donde les gusta adscribirlos a las pautas inquietantes y machaconas del math rock, pero con esas canciones de dos octavas de tesitura y melodías que caracolean en espirales impredecibles es complicado llegar al gran público. Y si no lo consiguieron a raíz del fabuloso Get to heaven (2015), entonces aún bajo el paraguas de una multinacional, puede que Mountainhead tampoco sea el capítulo de la eclosión. Pero sí el de una implosión incontrolada: la de The mad stone, un trabaleguas sombrío, o la del absorbente chaparrón camerístico de TV Dog, con un Higgs plañidero casi en un grado de 9 sobre 10 en la escala de Yorke.
Las distopías siempre son más llevaderas con unos sintetizadores despepitados (Don’t ask me to beg) o escapados de una fiesta de los ochenta (Enter the mirror) en la que los asistentes se declaran devotos de Human League mientras cruzan los dedos para que el pinchadiscos se acuerde de escoger también algo de ABBA.

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