Asegura António Zambujo, tan cordial como vehemente: “Cantar es, con diferencia, lo que más me gusta hacer en este mundo”. Somos unos privilegiados por compartir tiempo y planeta con un enamorado de la canción como él. La naturalidad de su expresión, alimentada por ese gusto inequívoco e intrínseco, lleva tiempo consolidándose como un absoluto patrimonio inmaterial de los vecinos ibéricos. Ahora, a la altura de su décimo álbum ya como solista, solo queda confiar en que no se le desvanezca nunca, hasta el último de los días, esa pasión decidida e irrefutable por cantar y cantar sin denuedo.

 

Ese cante timbrado y elegante que le ha proporcionado relevancia y admiración en estas dos últimas décadas se afianza y apuntala sin mácula con este disco sosegado, precioso e inspiradísimo, que presenta además la atípica circunstancia de que todo su repertorio proviene en música y letra de la misma firma, la de Miguel Araújo, gran amigo, colaborador y compinche de Zambujo desde hace años. Juntos han compartido escenarios y aventuras múltiples, pero nunca se le había ocurrido hasta ahora a António la idea de encomendar a su cómplice un álbum entero. Y el repertorio encuentra un tenue hilo conductor en el hecho de que muchos de sus títulos retratan la soledad del ser humano rodeado de millones de congéneres en las grandes urbes, lo que explica en último extremo el título de la colección. Quizá resulte un poco forzado que hablemos de un álbum conceptual, pero la autoría única sí que aporta cohesión a estos 42 minutos de historias cotidianas, a veces melancólicas y más a menudo entrañables, con las que Zambujo agranda un magisterio para el que a estas alturas ya no se vislumbran restricciones.

 

La única decisión discutible es que el tándem Zambujo/Araújo haya optado por desnudar las canciones al máximo y reducirlas a la formulación esencial de piano y voz en las más de las ocasiones, con las cuatro únicas excepciones de Dancemos un slow, Leva-me de mim, A saga inaudita do Bom Jesus de Teibas, KO y Uma valsa urgente. Las cinco son sensacionales, pero no necesariamente mejores que otras de belleza trémula y descomunal, desde Lua Sagitario o la guasa en clave de swing de Cinco minutos de whisky. Pero una vez que ha concebido y dispuesto un quinteto de porte delicadísimo, con piano, guitarra portuguesa, trompeta y contrabajo, se entiende mal que no se le saque provecho en más ocasiones, hasta dejar la fórmula del piano y voz en excepción más que en norma.

 

Las objeciones se acaban difuminando ante las dimensiones melódicas, líricas y evocadoras de unas historias que Zambujo aprehende, interioriza y acaba desparramándonos sin el menor esfuerzo aparente. Mucho más cerca siempre de la canción popular portuguesa (o brasileña, en Nas bocas do mundo) que del fado, António enamora con ese porte cálido y dulce que lo acerca tanto a la generación anterior de Vitorino como a la inmediatamente posterior, la de Salvador Sobral. Entre medias, queda la percepción de que la adorable Dancemos un slow, tiempo medio de tersura para un enamoramiento fulminante, puede hacerle sombra en difusión y encanto a aquella Pica do 7 que hasta ahora figura como su título más difundido. Por temática, António bromea con que Dancemos… es su particular Bailar pegados, pero… mejor escucharla para percatarse de las diferencias. Que son casi todas.

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