Llegará el día en que le prestemos atención a Hugo Arán como hoy se la concedemos a El Kanka, compañero de generación, oficio y sensibilidades con el que aquí, sin ir más lejos, comparte la preciosa Flor de loto. Hugo es cantautor de pernera arremangada y pies descalzos, cercano siempre a la brisa mediterránea o a las arenas de Salvador de Bahía. Le conocemos desde Tato Azevedo, el dúo en el que hacía piña con su aliado Pablo Acevedo, y le seguimos la pista hará tres años cuando Anuario sirvió como su debut en solitario. Esta segunda entrega en nombre propio es un refrendo y una constatación. La de que nos encontramos ante una voz singular, un muchacho tierno y sensible, dotado de una voz dúctil y melosa ante la que resulta difícil no quedarse prendado.

 

Ahí donde le ven, Hugo ya bordea los 40 y le acechan las incertidumbres. Como a todo hijo de vecino, solo que él las explicita: el porvenir, la viabilidad de una forma de vida, el corazón razonablemente equilibrado después de avatares y vaivenes. En esta colección nos cuenta todo eso, a corazón abierto, pero sobre todo nos conquista por su finura. Es una delicia escucharlo, sea o no con sus filiaciones brasileñas (para Chuva suave consiguió reclutar a su amado Márcio Faraco), y es un orgullo seguirle la pista, por mucho que aún no haya prendido la mecha del boca a boca. Basta acercar el oído a 29 de diciembre, por ejemplo, para convencerse de que Arán ocupa plaza en la división de honor.

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