Quienes tengan el nombre de Laura Cantrell en la agenda la recordarán con nitidez, porque su advenimiento era de los que no dejaba indiferente a nadie. Aconteció justo en el tránsito entre siglos, y aquel seminal Not the tremblin’ kind (2000) era un ejercicio delicioso de country-folk para el nuevo siglo, cuando aún la terminología en torno al empoderamiento o la sororidad aún no figuraban en nuestro léxico cotidiano. Lo más desesperante en torno a Cantrell es que la de Nashville no parecía especialmente interesada en mimar su faceta artística, que siempre tuvo por complementaria a su trabajo como economista, seguro que mucho más lucrativo. Por eso le habíamos perdido la fe y la pista, transcurridos ya nueve años, o añazos, desde aquel No way there from here (2014) del que apenas solo unas pocas docenas de ejemplares físicos cruzaron el Atlántico.
Y por eso, por todo lo antedicho y lo que bien podemos imaginar, este regreso que ya se había vuelto inconcebible se convierte en un manjar. Y en un festín. Porque no nos encontramos solo ante un reencuentro de alto voltaje afectivo, sino ante la constatación de que Laura, aunque prefiera no darse la mayor importancia, es una de las artistas más asombrosamente brillantes en ese territorio vasto y no siempre bien definido al que dimos en llamar americana.
Lo más curioso de Just like a rose es que acontece y se desarrolla como si nada hubiera sucedido en estas últimas nueve temporadas, como si no hubiésemos tenido la sensación, primero, y la casi certeza, más adelante, de que a la dulce musa neorural de Nashville se la había tragado la tierra. Cantrell retoma el canto ahí donde lo dejó, en ese punto indeterminado entre Lucinda Williams y Mary Chapin Carpenter; más dulce que la primera y menos lírica que la segunda, con esa voz deliciosa, natural y espontánea que parece surgirle con la facilidad de quien no necesita educar ni modular el chorro vocal porque en su tierna tosquedad radica todo el encanto. Y así se suceden los estribillos campestres y con empaque, dulces pero no melosos, sujetos a los cánones de ese folk-rock que en tierras de Tennessee adquiere rango de religión.
Entre la Fender y el órgano se las apañan para dar empaque a primores como Push the swing o Just like a rose, mientras que un Steve Earle entrañable aunque de voz quizá demasiado áspera asoma por When the roses bloom again y Good morning Mr. Afternoon varía sutilmente los moldes para aproximarse al swing jazzístico. Pero todo es impoluto y adorable, evocador y contemporáneo a un tiempo, instantáneo pero de hechuras muy finas. Y así hasta llegar a la nostalgia luminosa de Unaccompanied, guiño a los años mozos y más bien golfos, un primor de escritura de esta cantautora rabiosamente brillante, aunque a veces parezca que lo sea a su pesar.