Tienden a equiparar a María Peláez Sánchez con la irrepetible Lola Flores, y es una equiparación tan elogiosa como envenenada: mencionar a alguien tan grande suele corresponderse con un papel meritorio pero secundario, el equivalente a una bienintencionada palmadita en la espalda. Y la Peláe no necesita ya a estas alturas de piropos indulgentes: llegados a este punto, resulta demasiado evidente que nos encontramos ante una de las grandes. Y con un mérito añadido evidente respecto a aquel teórico referente que tanto se le atribuye: la malagueña es autora o coautora de todas y cada una de las 12 piezas que confluyen en este segundo trabajo, el que debiera de servirle como salvoconducto ante cualquier aduana de recelosos y estetas.

 

En realidad, hay un antecedente aún más nítido y directo que el de la Faraona, alguien que hace menos de 15 años ya coqueteaba con la idea de que la canción aflamencada y los arreglos electrónicas se mirasen a la cara y decidiesen aproximarse hasta algo más que una mera entente cordial. La Shica fue quien abrió paso, a golpe de coraje e ingenio, tomando a su vez el hilo de la excelsa Martirio. Y aquella shica que desembarcó desde Ceuta siempre será merecedora de elogio, por mucho que la historia y el público, al menos por el momento, no le hayan hecho justicia.

 

Es en ese desparpajo ácido de la ceutí, en esa manera de cantar (o rapear) cargando las guasas y los significados, donde hemos de situar el antecedente de La confesión, monumento a la sicalipsis y la picardía, a esa posibilidad de que alguien nos entre por los ojos y ya no seamos capaces de guiarnos por la mesura ni el raciocinio. Esa veta más folcrónica se exacerba en la hilarante Y quién no, una burla en torno a nuestra sobreexposición digital; Te espero en jarra, con la ayuda de Sandra Carrasco y un leit motiv memorable (“Hater que mata, fácil de labia / póngamelo pa’ llevar”); La niña, crónica picaruela y jocosísima de “un bar al que solo van chicas”, y, sobre todo, la estupenda Mi tío Juan, que en un tramo parece una versión mejoradísima de… la cancioncilla esa que este año representó a España en Eurovisión.

 

La rumba modernizada comparece también con fuerza en los casos de Por si te vas o La quería. Pero no es hasta Que vengan a por mí, con seguridad la pieza más seria y dolorida del lote, cuando caemos en la cuenta de que la Peláe también nos serviría como honrosísima heredera de María Jiménez.

 

El catálogo de estilos se completa, en fin, con Cómo están las cosas, salsa también con tramos rapeados, o Historia de vida, un bolerazo a medias con una Vanesa Martín que no renuncia a su porte solemne. La folcrónica quizá no llegue a la condición de obra definitiva, pero sí resulta un catálogo amenísimo de un talento polivalente, lenguaraz y deslumbrante. Para quien le quede el menor asomo de duda, que se aplique el último corte, Tanguillo del artista, un autorretrato brutal, sabroso e ingeniosísimo sobre la-dura-vida-del-artista. Como muestra, solo dos de su fabulosa ristra de botones: “También he engordado de hidratos en la cena, de nervios, de pena”, o “¿Dónde está el padrino? ¡El señor Don Dinero! (…) Y yo con el bono de metro, chaqueta del Lefties y los pelos tiesos”. Muy grande lo tuyo, María, hija.

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