Nunca ha sido la joven y espléndida cantautora Marika Hackman una mujer de movimientos predecibles, pero su regreso a la escritura propia con Big sigh no podía antojarse más alejado de los últimos originales que le habíamos conocido, aquel repertorio juguetón y generoso en teclados y cajas de ritmo que nos hizo disfrutar de Any human friend (2019) casi como si asistiéramos a una excursión intergeneracional por los años ochenta. Pero a Hackman no solo le sobrevino la pandemia, como a todo el mundo, sino un bloqueo creativo que la tuvo paralizada y aterrorizada durante un par de años larguísimos y del que intentó aliviarse con el viejo y balsámico truco de un álbum de versiones (Covers, 2020). Ahora la inspiración ha vuelto, pero no el desparpajo ni las alharacas: el resultado es un trabajo lánguido, meditabundo y casi doloroso, tan intenso en su carácter compungido que conviene abordar su disfrute desde un cierto vigor anímico. Porque emplaza a la emoción, pero desde luego no a la alegría.

 

Esta ya treintañera de Hampshire parece haber compuesto su nuevo cancionero frente a las 84 teclas blancas y negras (incluso desliza un instrumental de piano solo, The lonely house, que parece la banda sonora para una tarde de bruma y lluvia), y eso contribuye al espíritu contemplativo, absorto, a veces tan ensimismado que Vitamins parece encuadrarse más en la familia de las benzodiacepinas que en la de los complementos alimenticios. Nada que objetar, o más bien al contrario: Marika nos envuelve en sus sentimientos de pérdida, desconcierto y zozobra, pero desarrolla una especie de indie-rock a media voz que acaba resultando extraordinariamente cautivador. Y que aporta, con todo, algún paréntesis más musculoso en episodios como Slime.

 

Hackman se encarga personalmente de tocarlo casi todo, aunque ha optado por embellecer el resultado global con aportaciones puntuales de cuerdas y algún metal. El primor de lo etéreo (Please don’t be so kind) prima en un paisaje que afianza la producción de dos tipos concienzudos y meditabundos, Charlie Andrew y Sam Petts-Davies, el primero habitual de Alt-J (y de aventuras previas de Marika) y el segundo, aliado en tiempos del mismísimo Thom Yorke.

 

Estamos a buen seguro ante el disco más triste de lo que llevamos de curso, pero también ante uno de los más emotivos, una preciosidad que a ningún oído se le pasará por alto. Desde la catártica No caffeine, una larga enumeración de soluciones sanadoras que podría parecerse a un single, a la desnudez absoluta de The yellow mile, un epílogo de guitarra y voz en la mejor tradición del folk británico, todo en este “gran suspiro” deja un regusto de trascendencia musical, emocional y temática.

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