Resultaba demasiado evidente que aquel chavalito de Toronto que se había incorporado a Buffalo Springfield como un torbellino acabaría desarrollando una carrera en solitario abrumadora, pero su primera entrega en nombre propio, Neil Young (1968), se decantaba por un country-folk plácido, gentil y hasta un poquito timorato que desconcertó un poco a la parroquia. Quizá por eso nuestro hombre de las camisas a cuadros no quiso esperar ni cuatro meses antes de cimentar su historia con un nuevo capítulo. Este, sin duda, ya algo más que decisivo.

 

Everybody knows… es el aldabonazo de un veinteañero en incandescencia. Parece no quererse dar mucha importancia, por aquello de la estampa canina y montañosa que eligió como ilustración, una imagen tan borrosa y granulada que acaba teniendo encanto en su puro desaliño. Quizá fuera una travesura, una manera de jugar al despiste. Porque asistíamos por vez primera al nacimiento de Crazy Horse, un trío de acompañamiento recién bautizado: tres músicos reclutados en los garitos de Los Ángeles, donde hasta entonces se hacían llamar The Rockets, y a los que aquí se les coincidía incluso honores de portada. Aunque fuera en un cuerpo de letra más recatado.

 

La confluencia propició un chispazo inmediato, espectacular. Abría boca Cinnamon girl y su riff arrebatador, un calambre que seguirá acompañándonos por décadas y décadas. Pero aún asombraba más que cada cara se cerrase con esas dos barbaridades de nueve y diez minutos, Down by the riverCowgirl in the sand, desarrollos generosos (aunque ambas se pasen en un vuelo) que permitían el duelo salvaje entre las guitarras de Young y Danny Whitten, con Billy Talbot (bajo) y el batería Ralph Molina afianzando una base rítmica difícil de igualar. Qué horror pensar en que la heroína se llevaría a Whitten con solo 29 años, en noviembre de 1972, una muerte que pesaría sobre la conciencia del pobre Neil Percival Young durante largas temporadas.

 

Nada ha envejecido en este disco pletórico, robusto, quintaesencial. Soberbio en el rotundo tema que le daba título (un aldabonazo de poco más de dos minutos, en contraste) y encantador en Round & round, por la que ya asomaba la voz de la adorable Robin Lane, otro nombre imprescindible durante la primera década de Young. Round… era, como The losing end, la demostración de que al canadiense siempre le quedaría inspiración para los paisajes bucólicos, como los sugeridos en portada. Pero Everybody knows… deja un recuerdo imborrable por su alto voltaje. Una sugerencia: suban el volumen todo lo que los vecinos sean capaces de soportar.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *