A lo largo de 2019, cuando aún vivíamos en la feliz ignorancia en materia epidemiológica, Paquito D’Rivera convocó a su paisano y hermano en genialidad Pepe Rivero para diseñar una gira en forma de septeto con la que imprimir nuevos bríos a melodías que a todos nos resultarían especialmente familiares. Ese Septeto Cariberian fue anotando ciudades y más ciudades a su hoja de ruta, hasta materializar escalas en Málaga, Valencia, Bilbao, Alicante, Pamplona, Tenerife, Las Palmas de Gran Canaria, Lanzarote, San Lorenzo de El Escorial y Madrid, además de una incursión por suelo lisboeta y un final de fiesta glorioso en el Ronnie Scott’s londinense, uno de los grandes epicentros mundiales de la plenitud jazzística. La aventura cobra ahora forma discográfica para inmortalizar estas visiones originalísimas, y casi siempre muy inspiradas, en torno a obras cuyas esencias pudiéramos tener por ya exprimidas en demasía y hasta el límite.

 

Rivero, gigante del piano y aún más de los arreglos, se encarga de que el menú sonoro resulte fresco, diferente y novísimo, pese a que algunos de los títulos habían conocido ya versiones previas por centenares (y no es hipérbole). Parece difícil encontrar en la música culta española del siglo XX dos piezas más consagradas que la Danza del fuego (Falla) y el Concierto de Aranjuez del maestro Rodrigo, aún hoy la obra que más derechos genera de todo el repertorio adscrito a la SGAE. Pero D’Rivera, Rivero y sus secuaces se encargan de redefinirlo todo bajo los parámetros del jazz latino, la sabrosura caribeña y esas bocanadas de calorina tropical que genera la conjunción entre los saxos del jefe de filas y la trompeta de Manuel Machado. 

 

Más difícil aún parece sacar petróleo de Madrid, el nostálgico chotis de Agustín Lara, enlazado con la Granada (“tierra soñada por mí”) del mismo autor, dos melodías que de partida podríamos conceptuar como bastante menos enjundiosa. Pero es que hasta el torerísimo Pasodoble y olé, por el que bien pudiéramos no sentir especial simpatía, acaba invitando a la sonrisa ante la acumulación de travesuras, acelerones y frenazos rítmicos o arrebatos flamencos (el guitarrista David Tavares se erige en otro de los puntales de la alineación) que se van sucediendo en torno a unas obras que no son guía, sino solo excusa y referente previo para trazar un juego colosal.

 

Espíritu juguetón, amplitud de miras, ingenio para redimensionar lo que pensábamos ya más que exprimido. Paquito, habanero universal, acababa de alcanzar la condición septuagenaria y es evidente que a estas alturas se las sabe todas. Incluso cómo traducir al jazz latino el Nocturno de Chopin o el Adagio de Mozart, que no darían crédito. Con D’Rivera, una vez más, hay que oír para creer.

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