La fascinación que sugiere y termina provocando Tamino-Amir Moharam Fouad es prácticamente instantánea, y no solo por lo sinuoso de su genealogía: hablamos de un muchacho de sangre belga, libia y egipcia que triunfa en mercados mayoritarios y otros bastante más colaterales, como el turco. Tampoco nos referimos al potencial escénico de un mocetón que ronda los dos metros de altura y ha sacado provecho de sus facciones bellas, enigmáticas y angulosas ejerciendo en más de una ocasión como modelo. Sucede, ante todo, que su voz es evocadora, mística y narcótica, y que a sus exiguos 26 años dispone ya del refrendo de este segundo álbum para avalar que la conmoción de su fabuloso estreno de 2018, Amir, no fue ninguna carambola.

 

En realidad, el único que puede competir con Amino es ahora mismo el propio Amino, puesto que el impacto de la obra inaugural hace que esta prolongación pierda ya el efecto de sacudida que producen los grandes estrenos. Porque no hay grandes elementos distintivos en una entrega que acredita el estirón y el afianzamiento, pero no busca grandes revoluciones respecto a lo ya cosechado. En realidad, lo más llamativo es la generosidad con la que se recurre al oud o laúd árabe, cuyo repiqueteo ancestral, hipnótico e inconfundible percibimos en The flame, You don’t owe me o la muy desnuda A drop of blood.

 

Los arreglos de cuerda son también una característica quintaesencial en esa última pieza, al igual que en la tristísima y lindísima The longing, que sirve para inaugural la colección. El gusto por violines y derivados traza una conexión con la herencia de Nick Drake, aunque el hermanamiento más evidente, por tímbrica, emotividad e intencional, habremos de encontrarlo nuevamente en Jeff Buckley. Es imposible no pensar en aquel ángel caído durante gran parte del álbum y muchas de las inflexiones vocales, pero aún más en el caso de Fascination, la mayor aproximación al pop-rock de nuestro protagonista y la más clara evidencia de que Tamino podría poner un pabellón entero a levitar igual que Buckley habría conseguido con Grace o Last goodbye en unos cuantos millares de ocasiones.

 

Más allá de ese fulgor sónico, Sahar es una obra mayormente reflexiva, meditabunda e introspectiva, con ese gusto por la mística que ya evidenciaba con manifestaciones de una madurez insólita para un Escorpio del 96. “Me gusta sentirme pequeño ante las cosas grandes, ya sea una canción conmovedora o un paisaje majestuoso”, aseguraba en su día para referirse a su eclosión con Amir. Escuchándole ahora derramar melancolía de alta concentración en Sunflower, a dúo con su paisana belga Angèle, parece evidente que Leonard Cohen habría sido feliz integrándole en su banda de los últimos años.

 

Tamino juega, claramente, en otra división. En la suya, para ser más precisos, lo que le garantiza una disputada batalla interna. Puede sonar más cándido y naïve en Cinnamon, quizá el único ejemplo palpable de que nos encontramos ante un compositor veinteañero, pero sus raíces árabes empapan y condicionan melodías aquí y allá, como con la espiritual y muy triste The first disciple. Llegarán –pronosticamos– productores que le recomienden mayor osadía, acercamientos a la eclectrónica, algún guiño a la pista de baile. Seguro que sale bien parado. No está tan claro, sin embargo, que llegue a superar un álbum de esta hermosura.

 

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