Una muñeca de sal introduce el dedo gordo en el mar para calibrar la profundidad y temperatura del agua, por lo que va deshaciéndose y fundiéndose con el lugar del que ya originalmente provenía. Es una vieja fábula budista, por lo que leo, una bonita figura para comprender nuestra vida, la naturaleza efímera de la existencia, el renacer o reencarnación. Y sirve como hilo argumental para este disco breve y al tiempo desconcertante y bellísimo. Desconcertante por su fugacidad y economía de medios, por tantas canciones en el límite de los dos minutos, por su minimalismo radical y alejado de la filiación más folkie y americana de las primeras entregas, aquel “Oh my God, Charlie Darwin” con el que conocí a estos chicos de Rhode Island y gracias al cual me anoté a fuego su nombre en la memoria. Y bellísimo porque es difícil escribir dos minutos más hermosos que “Give my body back” o tres con tanta eufonía como en la encantadora “Toowee Toowee”. Ben Knox Miller recuerda a Sufjan Stevens no solo por ese timbre de voz, fino y a menudo cerca del falsete, sino por su capacidad para trenzar ambientes evocadores; paisajes que, sin apenas movimiento, nos producen un irrefrenable deseo de internarnos en ellos. Hay electrónica sutil, casera, a lo largo de todo el álbum (“Cy twombly by campfire”). Pero hay, sobre todo, un título, “Gondwanaland”, de sencillez, fragilidad y belleza infinitas. Y todo en poco más de media hora; cuidado, puedo dar fe que las ganas de regresar al principio, una y otra vez, son muy grandes.

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