Recuerdo con toda nitidez la sonrisa de satisfacción, como la de un chiquillo ante un gigantesco cucurucho de helado, que se le dibujó a mi amigo A.S. cuando le conseguí un ejemplar de esta caja monumental. “Me acabas de dar alimento para varios meses”, me advirtió, y sé bien que A. nunca decía mentiras. Durante meses, en efecto, fue comunicándome sus progresos con esta caja prodigiosa y casi inagotable (14 discos, 288 canciones, unos 1.000 minutos de música). Porque A. era metódico, minucioso y detallista, le gustaba memorizar nombres, títulos, geografías y circunstancias; establecer relaciones entre los protagonistas para extraer sus conclusiones propias, incluso sobrevolar poblaciones natales a vista de Google Earth para hacerse una idea de cómo habrían sido las vidas y circunstancia de los intérpretes.Mi amigo A. era de los que no quedan, y desde ayer nos hemos quedado sin él. De manera prematura, dolorosa, inmerecida aun a sabiendas de que nunca hay merecimiento en la despedida de aquellos a los que hemos querido. Desconozco si tendría tiempo de escuchar una amplia antología de The Coasters, el último disco de los muchos que le regalé. Yo le decía que se los entregaba porque los tenía repetidos; era mentira y supongo que él lo sospechaba, pero contribuía con su silencio a una ficción que afianzaba nuestra alianza melómana. No sé si hay cielo; de dar por válida tal hipótesis, A. andará hoy mismo de palique con Lennon, Holly, Mayfield o Cooke. En caso contrario, me queda la certeza de que H-D-H, esos magos desligados de la Motown y calamitosos como gestores de sus propias factorías, le proporcionaron muy buenas tardes de sábado. Y el desconsuelo de no saber qué hacer ahora con el siguiente disco que ya le tenía reservado. Hasta siempre, buen amigo, hombre sabio.