Resulta curioso pensar en que Bradley Will Simpson no alcanzará la condición de treintañero hasta este próximo mes de julio, en vista de que su música rezuma debilidad por una década, la de los años ochenta, que no pudo conocer ni remotamente de manera directa. E invita a la prudencia recordar que esta emancipación solista a la que ahora nos enfrentamos vuelve a situarnos frente a un fenómeno, el de las boy bands, sobre el que más vale adoptar una expresión cauta, en vista de que todos hicimos chistes más o menos burlones sobre One Direction y de sus filas han acabado saliendo al menos dos grandísimos artistas en nombre propio, Harry Styles y Niall Horan. Y la historia, cuidado, tiene todas las trazas de repetirse con el ejemplo que ahora nos ocupa.
En comparación con la propuesta acaramelada y blandurria de 1D, sus rivales de The Vamps parecían los malotes del barrio, los chicos que siempre se colocaban en las últimas filas de clase para perpetrar fechorías bajo el pupitre lejos de la mirada del profesor. Pero la descripción funciona solo en términos comparativos: ahora que por fin opera en primera persona, este chico mono de Birmingham evidencia mucha más hondura y dobleces que en los tiempos en que el guion le imponía los estribillos tarareables y algo tontorrones de All night o Something to you. En contraposición con aquello, The panic years muestra a un artista que, sin llegar aún a la categoría de artistazo, se encuentra en pleno estirón, se refiere a sus propias debilidades sin paños calientes y es consciente de que el momento histórico al que alude el título del álbum, esta década desazonadora en la que la órbita terrestre nos ha involucrado, no pasará a los anales como el periodo más ilusionante que ha conocido la especie humana.
No, no estamos ante un álbum filosófico ni sesudo, pero Simpson se subleva frente a su imagen pasada de figurín. Por eso abre boca con Cry at the moon, que parece un acercamiento a Queens of the Stone Age con las aristas rebajadas para que la calificación por edades abarque a todos los públicos. Es una faceta, la de rockero en versión tolerada, que también explota con gracia en Always like this, con sus guitarras soleadas y la batería en modo pomposo. Pero hay acercamientos más indies en la estupenda Picasso, que se adentra tímidamente por esos senderos más sinuosos que ya le han dejado expeditos Franz Ferdinand o Bloc Party. Y hasta la versión más liviana y buenrollista de Simpson, la de cortes como Daisies, invitan a sonreír y asumir el proceso de seducción sin demasiado cargo de conciencia.
Bradley incluso se anima a incorporar algunas capas de psicodelia (Not us anymore) y aborda con chispa las consecuencias del divorcio de The Vamps, tras una notable producción de cinco álbumes, en la fulgurante Favourite band y en esa The band’s not breaking up que reproduce, ay, todas las pautas de la consabida-balada-acústica. Las opulentas masas sonoras de sintetizadores, al más puro estilo ochentero, afloran en Getting clear o Almost, mientras que el capítulo final, The panic years, araña sin hincar del todo la uña con la sombra del tormento y versos como “Contendré la respiración para otros 10 años más de pánico”.
Seguro que a lo largo de esta década venidera llegarán álbumes más robustos de Simpson, sí. Pero este estreno es ya lo bastante sólido como para que no le tengamos solo como el chaval guapo y engatusador del barrio.