¿Quién es Xavier Rudd y a qué se dedica? Para quienes no estén familiarizados con la figura del australiano, la pregunta precisa de una contestación pormenorizada y nada sucinta. ¿Debemos referirnos al difusor de las expresiones culturales aborígenes y gran divulgador del didyeridú, el cuerno gigante que precisa de esa compleja técnica de la respiración circular para insuflarle aire? Si escuchamos I am eagle, la pieza inaugural de Jan juc moon, nos quedarán pocas dudas al respecto. ¿Hablamos de un jipi playero que asume los ideales de paz y concordia que asociamos desde siempre con el reggae, a juzgar por ese Ball and chain junto a J-MILLA? ¿O hemos de concentrarnos en la severa ración de dance noctámbulo y empastillado que sugiere Slidin down a rainbow?

 

Todo ello y mucho más acaba confluyendo, sí, en la personalidad de Rudd, que no en vano bautizó en su día como The United Nations a su más ilustre banda de acompañamiento y que ahora, a la altura de su décimo álbum de estudio, aún precisa de sus buenos 70 minutos de nueva música para dar cabida a todos impulsos sonoros. El pálpito jamaicano, de hecho, volverá a aflorar en Magic, pero si algo aúna a todos los xavieres es su comunicación con el entorno natural –simbolizado con su irrenunciable costumbre de actuar descalzo: no existe mejor toma de tierra– y el desarrollo de un discurso esperanzado y compasivo. El más valiente, y hasta casi suicida, de los idearios posibles en un mundo como el que ahora mismo nos ocupa.

 

Hay algo de buenismo, si se quiere, en la figura de esta suerte de Jack Johnson de las antípodas: los dos surferos se conocen, han compartido estudio y escenario y profesan admiración recíproca, inevitablemente. Pero más allá de la comunión con los vientos o los pájaros, muy presente en diversos momentos del discurso, lo mejor de Jan juc moon son las piezas dominadas por la guitarra acústica de Rudd, que deparan momentos de complicidad, ternura y verdadera emoción. A veces muy desnuda y entrañable, como en la sentida Angel at war. En otras ocasiones más elaborada, como en dos de los cortes que acabarán trascendiendo años y más años a estas palabras, los adictivos y quintaesenciales Stoney creek y We deserve to dream.

 

Nos merecemos el derecho a soñar, sí. Ya se ve la actitud de nuestro creador multiinstrumentista, este amigo del mar como elemento de interactuación entre los pueblos que recela en The calling de esa “excesiva tecnología” que monitoriza a diario cada paso que damos. Rudd aúna sangre aborigen, escocesa e irlandesa en su árbol genealógico, y todo ello acaba reflejándose en una obra que en ocasiones recuerda al pop-folk bondadoso de Passenger –Mike Rosenberg, ese británico forjado en Australia como músico callejero– y que en los mejores momentos se asoma por el parnaso de todo un Glen Hansard. Sobre todo a lo largo de los 10 minutos de la monumental Dawn to dusk, epopeya sobre el suicidio juvenil, canción de menos a más que va creciendo en intensidad y desemboca en una parte coral que se escucha como una oración.

 

Jan… es un trabajo extenso porque su artífice tenía mucho que contar. Felicitémonos por ello en lugar de apurarnos una vez más por nuestra endémica falta de tiempo.

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