El mundo sería un lugar bastante más potable si en él sonaran con mayor frecuencia los discos de Stephen Steinbrink. Sincerémonos: el nuestro es un anhelo de materialización más bien improbable, en vista de que Steinbrink es un tipo raro y pintoresco, un friqui de libro que no cultiva las relaciones sociales y convierte sus álbumes en soliloquios sin apenas participación externa ni recursos deslumbrantes: nada de melodías floridas y complacientes, ni un ápice de virguerías apabullantes en la producción, cero gorgoritos en su tratamiento de la voz principal y las segundas voces con las que se dobla a sí mismo. Y, por supuesto, ni rastro de invitados ilustres que puedan poner un titular en bandeja. Pero este prodigio de la tribu de Juan Palomo se las ingenia por su cuenta para resultar sencillamente adorable.

 

Disappearing coin quizá no alcance las cotas excelsas de Anagrams (2016), uno de esos álbumes prodigiosos y casi furtivos a los que nadie todavía se ha dignado a prestar atención. Pero se acerca mucho. Nuestro hombre proviene de las afueras de Phoenix (Arizona) y respira a diario la brisa californiana de Oakland, un entorno que aporta ternura y sosiego acústico a su voz vulnerable y un discurso agridulce, a menudo de observación absorta. De hecho, Steinbrink llevaba cinco temporadas sin agrandar su discografía, y ahora sabemos que, además de los rigores del confinamiento, buena parte de este periodo lo ha invertido meditando en un monasterio budista. Y sí, quizá hay algún aderezo zen en esa manera estática y extática de expresarse; en esas melodías reiterativas y ensimismadas que acaban resultando tan fascinantes.

 

Ese espíritu de mantra destaca mejor que nunca en el prodigioso tema inaugural, Opalescent ribbon, monocorde y casi psicodélico en su naturaleza obstinada, pero en realidad todos los grandes tesoros de la entrega (Cruiser, Pony, Cool and colected) coinciden en ese carácter circular y constreñido, asentado en algún territorio intermedio entre los reinos de Elliott Smith y Andy Shauf. Stephen maneja los códigos de la baja fidelidad, pero lo suyo no es racanería sino sensibilidad plena. Su obsesión autogestionaria le lleva incluso a errar con esas portadas tan cándidas y amateurs, pero lo que se dirime en los surcos es emoción a chorros. Nunca llegará a nada, por desgracia, salvo clamoroso error en el pronóstico. Pero no hay muchos seres humanos con esa capacidad de apuntarnos a la epidermis.

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