¿Cuál es el mejor disco de nuestros amigos de las antípodas? El consenso suele apuntar hacia Woodface (1991), que además sirvió como espoleta internacional (en España, hasta ese momento, apenas nos habíamos dado antes por aludidos). E incluía una retahíla de éxitos de esos que les garantizan las habichuelas a varias generaciones en derechos de autor, desde Weather with you a Fall at your feet. Una barbaridad. Pero aquí romperemos una lanza por su sucesor: obra mayúscula, elaboradísima, tan instantánea como compleja. Poliédrica, sabia, exuberante. Pasan las décadas por esta joya, la última antes de la separación temporal de la banda, y nada hace pensar que una obra así pierda vigencia en tiempos de nuestros herederos. A Neil Finn ya le teníamos por el mismísimo McCartney de Oceanía, pero aquí decidió no apearse del estado de gracia. Y así nacieron Nails in my feet (que parece una versión oscurecida de Fall at your feet e incluye movimientos armónicos deliciosos) y el colmillo revirado de Locked out. Pero también la seda prodigiosa, pluscuamperfecta de Distant sun o Private universe, la apertura a medio tiempo de Kare Kare, ese Fingers of love en el que la herencia beatle, claro, acaba aflorando una vez más. No hay desperdicio en este disco, testimonio de un equilibrio intenso y un genio muy difícil de igualar. Y es casi imposible no disfrutarlo como la primera vez, aunque remita a tiempos de gozosa inocencia. Crowded House son inagotables. Como el propio Finn en solitario, por cierto, aunque ahora ya no le acompañen los oropeles ni las listas de éxitos, por esas bobas injusticias generacionales. En cierta ocasión, durante una entrevista, me aseguró que no entendía bien por qué habían triunfado sus obras de los años mozos y no las del siglo XXI, cuando le parecían, como mínimo, igual de aprovechables. Es probable que tenga razón: Out of silence (2017), por ejemplo, es un disco fabuloso del que no quiso enterarse prácticamente nadie.
Distant sun es una canción perfecta.