Llegó este segundo disco de Justin Fernandez en los ultimísimos compases de 2018, y acaso ese capricho de calendario (o error de planificación) haya contribuido a que no le estemos prestando todavía la atención que merece. Corrijamos esta carencia cuanto antes; a ser posible, en este preciso instante.

 

Fernandez, un tipo de la anodina Arkansas reubicado en la mucho más cosmopolita Chicago, es un nuevo gurú de la psicodelia con querencia por la baja fidelidad. Es decir, a ratos suena rabiosamente actual y otras veces parece sacado de alguno de esos recopilatorios de grupos ignotos y oscuros que proliferaban a finales de los años sesenta. El paisaje resultante es, en una palabra, fascinante. En una sola pieza, como la inaugural Common sense, podemos encontrar una antigualla sintetizada que nos retrotrae al sinfonismo más cándido (Barclay James Harvest, Camel), una caja de ritmos para los amantes del háztelo-tú-mismo y los alucinantes paisajes armónicos de los mejores High Llamas. Y de ahí, claro, directos hasta los territorios de Brian Wilson: la maravillosa Don’t need anything, que enlaza xilófono y teclados de baratillo, parece una vieja grabación casera de los Beach Boys.

 

El influjo de Unknown Mortal Orchestra, con los que J. ha compartido giras, también asoma aquí y allá; incluso la sombra del bueno de Syd en Rewards. Al final, hay tantos colores en estos exiguos 32 minutos como en su portada. Y, lo mejor de todo, ninguno evidente.

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