Hace un par de temporadas, cuando los habitantes de este planeta aún no nos habíamos visto inmersos en un cursillo acelerado de virología, Makaya McCraven se embarcó en un proyecto de vocación aventurera y horizontes casi, casi inabarcables. El batería de origen parisino y domicilio en Chicago tiró de agenda, emprendió viajes entre 2017 y 2018 por California, Nueva York y Londres, se entremezcló con una docena de músicos amigos (diabólicos todos, en la más excitante de las acepciones) y terminó alumbrando un elepé doble, Universal beings, que dejó boquiabiertos a todos los gourmets del nuevo jazz, ese que no se frena ante ningún dogma y reivindica su permeabilidad para impregnarse de las sonoridades más heterogéneas.

 

Pues bien, ahora resulta que de aquel trasiego jazzístico por medio mundo no había visto la luz todo el material en su momento registrado. Y la artillería sobrante encuentra ahora soporte en esta especie de tercera parte del periplo, esas caras E y F a las que alude el subtítulo. De entrada, cualquiera podría sospechar que nos encontramos ante los restos, el material de saldo, la medianía, el sí-pero-no. Craso error. Este apéndice quizá no supere a tronco del que emana, porque tal pretensión sería casi suicida. Pero es, vuelve a ser, una barbaridad.

 

Asumamos los riesgos que nos competen como oyentes. El saxo de Soweto Kinch, protagonista rutilante en la final The way home, constituye una borrachera gloriosa. Pero antes ha acontecido Kings and queens, donde las biodraminas se vuelven insuficientes ante la intensidad del vértigo y el mareo. No en vano, es uno de los tres cortes perpetrados con la colaboración directísima y necesaria de Shabaka Hutchings (The Comet Is Coming), otro de esos saxos tenores sin límites. O el piano rhodes de Ashley Henry en la brutalmente narcótica Mak attack, un prodigio de las sesiones londinenses.

 

Hay muchos mccravens en este McCraven, y no pocas naturalezas y perfiles creativos en estos cada vez más poliédricos Seres universales. Los cortes californianos, por ejemplo, pueden pasar más desapercibidos, pero asombra la nueva y atípica dimensión jazzística que se le atribuye al violín de Miguel Atwood-Ferguson, despojado de melodía e inmerso en enriquecer matices, efectos y acentos. Por supuesto, la inmensidad rítmica de Makaya vuelve a ser salvaje en cualquiera de sus formulaciones, como ya demostró al revisar íntegramente a principios de 2020 aquel I’m new here de Gil Scott-Heron. Pero este juego de ahora alcanza otra dimensión. Y aquí sí que ya no hay manera de ponerle puertas a un campo infinito.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *