Que Dios nos perdone el chascarrillo, pero McEnroe, vascos y todo, sí que demuestran ser un valor seguro. La nueva constatación de esta certeza la proporciona La distancia, un título lacónico y difuso que parece prestado de Roberto Carlos pero que sirve como epígrafe para una lección magistral de evocación. Es esa una capacidad particularmente arraigada en el quinteto, capaz siempre de transmitirnos la sensación de que su música se concibe en lo ancho del monte (lo que quizá no sea nada descabellado: hay La distancia del loboLuciérnagas, Cerezas y hasta girasoles en El buen invierno) y de que cobraría corporeidad fílmica impregnada en tonalidades sepia. Después de los sutiles ejercicios de promiscuidad que representaron Lluvia y truenos (2016), preciosa entrega a medias con The New Raemon; y Esperanza (2017), la aventura solista de Ricardo Lezón, los de Getxo regresan a la formulación endogámica sin demasiadas novedades, pero con grandes argumentos. Retomando el camino donde se había dejado, en aquel Rugen las flores de 2013, la banda aprovecha los escarceos de estos últimos años para afianzar su maravillosa solvencia emocional y apuntalar esa serenidad extraña y expectante que tan bien gestiona Lezón, capaz como pocos de transmitir hondura con unos versos de lirismo nada recargado. “Volveré a sonreír cuando solo tú lo esperes”, enuncia Seré tú, una apertura ejemplar en la que la entrada de la voz se demora un minuto, la transición se adorna con cuerdas y la banda refrenda su proverbial alergia a los estribillos. Es una pieza magnífica, pero puede que al menos otras dos la mejoren: la sensacional (y algo más animosa) Cerezas, canto al amor por las cosas sencillas en las que nuestro poeta de la naturaleza se erige en un trasunto indiedel cantautor Pablo Guerrero; y la muy afortunada Luz de gas, cadenciosa y con Ricardo quedándose sin aliento, casi sin voz, en las notas más elevadas antes de desembocar en una etérea coda instrumental en círculo. Habrá quien tenga a McEnroe por redundantes, pero ello seguramente se deba a que su melancolía esperanzada –toda una patente– ya solo recuerda a ellos mismos.

 

 

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