Nunca los discos de The Hold Steady fueron experiencias cómodas, pero sí muy estimulantes. Y, a la altura de su novena entrega, que además sirve para conmemorar las dos décadas de operatividad de la banda, no parece cuestión de modificar el guion. Ni mucho menos de dulcificar la receta, a sabiendas de que los paladares golosos disponen de otros muchos estímulos con los que empacharse. The price of progress es elocuente desde su título –crítico, afilado y descreído–, simboliza la rabia de las guitarras que alzan la voz frente a la estulticia y desparrama un puñado de verdades de digestión nada inmediata. La demoledora Sideways skull, piedra angular de la entrega, encierra no solo el verso con el título del álbum, sino los versos más implacables de la temporada: “Nueva medicación para la vieja depresión de siempre / Nunca funciona cuando nadie escucha / pero sigue siendo agradable encontrarse con algunos colegas músicos”.

 

Incertidumbre. Escepticismo. Orgullo. Así se cuentan las cosas en el universo siempre personalísimo de Craig Finn, cuyas gafas sagaces combaten la miopía con una mirada punzante, hiriente y implacable, con ese estilo vocal en el que la melodía se abre paso casi a un paso ya del mero recitado. Pero The price of progress tiene mucho de electroshock expeditivo, de estímulo severo frente a la nadería. Y sirve como complemento a su antecesor más inmediato, el también excelente Open door policy, que adoptaba una dimensión algo más solemne y reconcentrada. Podemos llamarlo contrapunto; también, pura simbología emocional para la pandemia y la postpandemia.

 

Finn opta por una galería de personajes, casi a la manera de un libro de relatos breves. Y algunos son memorables. Con Carlos is crying nos encontramos al muchacho en crisis personal que deja de ir al trabajo pero aún no le ha confesado su radical decisión a la novia, un proceso perfilado por un bajo muy sexy y algún esbozo juguetón del piano. Para Flyover halftime, el protagonista es un fanático futbolero que se lanza a la invasión del campo, una manera provocadora de echar el guion sin casi un miligramo de melodía por parte de Craig, pero con una expeditiva tormenta guitarrera cruzándonos los oídos desde el fondo norte al fondo sur.

 

The price of progress se erige así en una colección de alienaciones, pero contadas desde la empatía. No es una inmersión sencilla, sin un inglés fluido o un buen diccionario a mano, avisémoslo. Pero ahí están los cambios de velocidad en The birdwatchers, las esporádicas inclusiones de cuerdas y metales o la efervescencia instantánea de Sixers, puro rock yanqui independiente, para hacernos el camino más llevadero.

 

 

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