Larga vida, por favor, a The Machetazo. Seguimos sin tener claro si la partida de bautismo figura entre los momentos más inspirados de la banda, pero esta tercera entrega los afianza, ya de manera rocosa, como uno de los grandes acontecimientos del jazz contemporáneo peninsular. Y con los mejores materiales geográficos en sus cromosomas, ya que el quinteto se formó académicamente en el Conservatorio vasco (Musikene), pero todos los integrantes pasaron por la mágica escuela holandesa y acabaron de hacer suyas las esencias de los sonidos más audaces en las calles de Nueva York, la ciudad donde emprendieron a la postre esta aventura.

 

A partir del trío base de piano, contrabajo y batería, The Machetazo amplía su radio de acción con saxo y guitarra y se lanza en tromba en busca de un sonido singular, vivísimo, orgánico y sin contrapisas. Todo el material es de rúbrica propia, los cinco integrantes aportan composiciones originales (los más prolíficos son el saxofonista, Daniel Juárez, y Jorge Castañeda, el hombre del piano) y la sensación es de refinamiento y accesibilidad. De plena alternancia entre pasajes minuciosos y perfectamente modulados, pero con amplios huecos para la improvisación.

 

Donostia, una de las partituras de Juárez, sirve como referencia de hasta dónde puede llegar el encanto de estos cinco caballeros: introducción casi clásica con la guitarra acústica, incorporación de la alineación completa para una balada soberanamente buena y pasajes en los que el saxo tenor caldea el ambiente antes de que la guitarra, ya eléctrica, conecte con un clima delicioso para los amantes de Metheny, pero también los de Jeff Beck. En total, nueve soberbios minutazos, por hacer rima y justicia con el nombre de la formación.

 

No hay proclamas ni discursos, solo música sin caducidad ni adscripción geográfica marcada (con todo lo bueno que ello supone, pero también las dificultades de catalogación que conlleva). A partir de un discurso enteramente instrumental, estos cinco protagonistas solo deslizan, en inglés, una frase explicativa en los créditos: “Buscando nuestra propia voz”. Parece evidente que están muy cerca de encontrarla, sobre a partir del piano etéreo y minimalista de Castañeda (escúchenlo en Nork daki) y la holgura que todos se conceden en cuanto a protagonismo, creatividad y presencia de las voces individuales. Desde las canciones de cuna (Bedland) a los chispazos del Dueño del fuego, he aquí un disco para refrendar el momento magnífico al que asistimos en el jazz peninsular de nuevo cuño.

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