Imposible olvidar el impacto emocional de la noticia, el dolor incrédulo de aquel martes de octubre de 2003 en que supimos que Elliott Smith había optado por quitarse la vida. El estupor ante lo inesperado y ya irrevocable, la congoja de corroborar que la fragilidad y tormento que le suponíamos podía haber llegado hasta esos extremos.

 

Solo cinco años antes, cuando nuestro protagonista sumaba 29, había entregado esta obra que en su momento ya encontramos absorbente y a la que el tiempo no ha hecho sino engrandecer. XO era una colección de 14 aparentes miniaturas, pero en realidad encerraba unas cuantas lecciones magistrales sobre cómo construir canciones sin encallar en los territorios de la obviedad. Hay mucho título fascinante en estos surcos, pero nunca evidente: Smith entregaba composiciones que lograban enamorar aun cuando casi siempre fueran incompatibles con el tarareo. Esa manera de escribir, tan personal y absorta, siempre alejada de la tentación de las meras sucesiones de estrofa y estribillo, terminaría convirtiéndose en el mayor de sus legados: docenas de cantautores, sobre todo norteamericanos, han intentado desde entonces reproducir ese mundo interior con tantos recovecos como su manifestación externa, pero solo Elliott logra fascinarnos y conmovernos de la manera que comprobamos en esta entrega.

 

XO supuso el insólito debut de Stephen Paul Smith (su verdadero nombre) en una multinacional, nada menos que DreamWorks, a rebufo de que una de sus composiciones (Miss Misery) para Good Will Hunting, la película de Gus van Sant, hubiera logrado un año antes una insólita nominación al Óscar a la mejor canción original. Puede que el acceso a un público más amplio ahondara las contradicciones y laberintos emocionales de este hombre huidizo, uno de esos genios atormentados que florecen por las calles de Portland (Oregón). Pero el resultado, en este caso concreto, fue sencillamente fabuloso. Porque XO seguía siendo un disco intimista y poco evidente, pero, a diferencia de su producción anterior, gozaba de un ropaje sonoro muy pulido y seductor. Era el salto de lo que ahora llamaríamos freak-folk a un sonido casi a lo George Martin: minucioso, brillante, extrovertido. Y todo ello, para mayor gloria de la belleza infinita de Waltz #2, el chispazo de Baby Britain, la emoción ya inaprensible de Everybody cares, everybody understands.

 

No supimos cuidar de Smith, qué pena. Pero estos íntimos y hermosísimos glosarios de la congoja nos acompañarán siempre.

 

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