Nada de una canción: un elepé entero. El gran disco del verano de este 2023 ya está aquí, y la inyección de vitamina D es tan instantánea y evidente como para que solo sorprenda el poco tino con la programación de la fecha de salida. Porque Euphoric ve la luz (y nos la hace ver según lo colocamos en la bandeja del lector) cuando ya agoniza este mes de julio, uno y hasta dos meses más tarde de lo que la ocasión demandaba: nuestros cuerpos fatigados y abrumados bien habrían podido combatir las olas de calor con una obra tan manifiestamente propensa a la segregación de adrenalina. 

 

La hija de Neil Barnes, una de las dos mitades responsables de Leftfield –ineludibles en los circuitos de dance británicos durante la década de los noventa–, Georgia Barnes vivió su momento de gran refrendo artístico hace tres años con Seeking thrills, un segundo elepé que llegó a ser finalista del premio Mercury y la colocó en el disparadero del pop electrónico, hedonista y bailable. Tras afianzar su buena estrella con colaboraciones de primer orden (Gorillaz, William Orbit, Mura Masa), este tercer álbum aspira con descaro a ser la confirmación de un talento apabullante para ese pop apabullante, luminoso y tan endemoniadamente bien manufacturado que hasta los menos afines a los sonidos alborozados acabarán capitulando esta vez y admitiendo que el título del elepé es pura elocuencia.

 

La clave en ese giro hacia el optimismo envalentonado hay que encontrarla, sin duda, en su viaje a Los Ángeles para colocarse a las órdenes de Rostam (Batmanglij), antaño en el equipo fundador de Vampire Weekend y ahora mismo uno de los grandes creadores de texturas sonoras. Euphoric difumina y hasta borra del mapa los ramalazos de post punk que a ratos endurecían Seeking thrills para dejar paso a un talante de ensimismamiento diurno y éxtasis en la penumbra de los clubes. El mismo tema inaugural, el elocuente It’s euphoric, arranca en estribillo para presentarnos a una rutilante Madonna milenial recién entrada en su tercera década de vida. Y esa ambición por la aristocracia del pop para pistas de baile se refrenda con Give it up for love, en la que, si no fuera imposible, a nadie extrañaría haberse encontrado con el nombre de George Michael asomando por los créditos.

 

El aficionado más reticente recelará de la claudicación ante las tentaciones del autotune y los sintetizadores desatados con All night, un himno descarado, y hasta compatible con el furor eurovisivo, para hacer bueno el título y pincharlo a toda pastilla y a muy altas horas. Pero las grandes joyas para el baile son, en realidad, la confesional Some things you’ll never know (que encierra una confesión, o exorcización, de ansiedades y angustias) y, sobre todo, Live like we’re dancing (Part II), un extraordinario medio tiempo para agitar la cabeza con suavidad, entornar los ojos y olvidarse del más mínimo atisbo de pensamiento sombrío. Es el punto culminante de un disco agradecido para el trance con trasfondo optimista (Friends will never let you go) y que solo echa un poquito el freno con su episodio final, So what, un epílogo de orgullo sereno. Bien, muy bien.

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