Hay algo –o bastante– de enigmático en la figura de Juan Azul, un muchacho madrileño de 27 años que, por supuesto, no se apellida así y del que tampoco sabíamos gran cosa, aparte de sus comienzos al frente de los muy poco difundidos Párpados y de su vida cotidiana como profesor de guitarra y músico al servicio de las causas y causantes que vayan surgiendo. Los mejores días ya han pasado es, en consecuencia, un estreno sin apenas claves y antecedentes, una obra personalísima fraguada en la prolongada soledad de una habitación familiar en Torrelodones (periferia de la capital) y donde se superponen las cuitas propias de un joven que se encara con angustias, demonios y anhelos sentimentales casi siempre fallidos. Pero aquí no hay crónica generacional que baila, porque estas siete composiciones son una súbita inmersión en un universo propio y singularísimo, de difícil clasificación y rotunda originalidad. Basta escuchar el tema inaugural, Vampirillos, para comprenderlo: más allá de los enloquecedores teclados que van hilando los diferentes pasajes, es difícil recordar cuatro minutos del pop español durante los que sucedan tantas cosas.

 

Azul es un apellido artístico que evoca melancolía y ensimismamiento, lo mismo que ese timbre fino, agudo, frágil y ultrasensible, un enfoque precioso desde el punto de vista de esa nueva sensibilidad masculina en la que fuerzas y flaquezas se vuelven compañeras de ecuación. Juan se reconoce fascinado por las figuras personalísimas de Juana Molina y Kiko Veneno, manifiestos versos libres que le han marcado en su empeño de buscar una voz propia, sin referencias evidentes, alejada de hojas de estilo. Aunque puede que sea otra firma argentina, la de Lisandro Aristimuño, quien nos venga antes a la cabeza con este pop sintetizado y ultrasensible, en el que pálpitos y evanescencias pueden ser extraños compañeros de viaje.

 

Quizá flaqueen algunas letras en torno a las frustraciones amorosas, que son propias de cualquier edad y condición pero aquí se plasman a veces con un lenguaje demasiado párvulo. Los laberintos melódicos, en cambio, se antojan fascinantes. Porque Los mejores días… parece optar a disco artesano y ensimismado, a bedroom pop de una autocontemplación inmisericorde, pero acaba incorporando a un coproductor cualificado, Dan Nisenson, y, sobre todo, a esa alineación de maderas y metales –flautas, saxos, trompetas– que lo colorean todo y provocan súbitos chisporroteos.

 

Son apenas 28 minutos de música, pero de episodios tan reconcentrados que no dejan sensación de racanería. Ahí está el synth pop a tumba abierta de Me dijo ser tuyo, el lirismo inquietante de El valle de las muñecas, el grave y solemne paisaje anímico que se testimonia, casi con aires de saeta, en el tema que da título a la colección. Lo mejor, con todo, es la intensa sensación de curiosidad que acaba provocando este debut. Azul puede que siga siendo un enigma durante alguna temporada, pero apetece mucho desentrañarlo.

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