Cuando asomaron la cabeza en Leeds a principios del nuevo siglo, Kaiser Chiefs parecían firmes y verosímiles candidatos a comerse el mundo. Han transcurrido tres lustros desde aquel primer sencillo, I predict a riot, el quinteto acumula bandazos de distinta consideración y los pretendidos herederos de la antorcha del brit-pop y la new wave parecen resignados a conformarse con un papel como hábiles entretenedores en festivales veraniegos, allá donde se precisa actitud y luminosidad, pero no una especial finura estilística. Escaldados tras los experimentos electrónicos de Stay together (2016), un álbum pretendidamente más alternativo para el que habían fichado por una independiente prestigiosa (Caroline), Ricky Wilson y sus muchachos regresan al redil de las multinacionales, clavan la vista en el retrovisor y retornan a lo que en teoría mejor se les da: canciones festivas, ligeras y chisporroteantes, para disfrutar con sonrisa generosa incluso aunque poco de ellas recordemos a la mañana siguiente. La primera mitad del álbum parece destinada a agradar en una explanada al aire libre, y en el DCode del próximo 7 de septiembre habrá ocasión de comprobar si se cumple el pronóstico. People know how to love one another abre el disco directamente con un estribillo, Golden oldies parece un triunfo garantizado en horas de euforia, Record collection juguetea con el tecno-pop y Don’t just stand there, do something sugiere una versión ligerísima de los Arctic Monkeys, con un mensaje de concienciación social de calado muy reducida. Nada entusiasma en demasía, pero se aprecia la habilidad, las horas de vuelo. A partir de ahí, la cara B resulta anodina como un mal disco de The Killers, y perdón por la redundancia. Kaiser Chiefs han rehuido las probaturas y quieren resultar reconocibles, pero no acaban de saber si comportarse como tipos maduros o aspirar a la eterna juventud. Y ahí, en esa indefinición, es donde el disco termina haciéndose irrelevante y desesperantemente anodino.