Nunca podremos estarle lo bastante agradecidos a Miguel Ríos de que sea un hombre sin palabra. Allá por 2010, considerando que ya había dicho todo lo que era preciso decir y que bien merecía las mieles de la jubilación, ofició una gira de despedida y prometió que su retirada solo se vería interrumpida por alguna colaboración puntual, cuando la ocasión, musical o socialmente, bien lo mereciera. Un largo tiempo es la constatación de un incumplimiento flagrante de aquel compromiso precipitado. Y bien que nos alegramos de ello: no había motivo alguno para prescindir de Miguel a los 66 años y menos aún de que ahora, al borde de los 77, nos priváramos de su honda sabiduría, de un magisterio que aquí alcanza cotas referenciales.
Quizá la decisión de marcharse fuera fruto del cansancio y la precipitación, de un momento de debilidad en un hombre que siempre ha ejercido la exigencia y la autocrítica a niveles tan extremos como para repudiar abiertamente algunos trabajos (El año del cometa, de 1986, por ejemplo) que ni de lejos son tan censurables. Era el quejido y la desafección de un artista que comenzó en el oficio de la música grabada con tan solo 18 años y pensaba haber dicho ya todo lo que le competía. No era cierto. Un largo tiempo es una obra de madurez y austeridad, un ejercicio de honestidad y, sobre todo, de objeción de conciencia. Es la mirada de un hombre que observa a su alrededor y no se siente en absoluto conforme con lo que la vida le ofrece no tanto a él, sino a sus congéneres.
Miguel es un tipo que no oculta ni arrugas ni heridas, pero que quiere alzar la voz, una vez más, para erigirse en símbolo de resistencia. Frente al edadismo, por ejemplo, tan dolorosamente en vigor con la pandemia, y al que se mete en vereda con la conmovedora El blues de la tercera edad. Frente a los vacuos ejercicios de vanidad y éxito rápido (y fugaz) de tantas músicas, músicos y espectáculos televisivos, parodiados en la excelente y vitriólica Cruce de caminos. Y, por supuesto, frente al trumpismo y demás miserias políticas acrecentadas por la terrible crisis sanitaria de este último año y medio, en La estirpe de Caín.
Muy a la manera de los episodios crepusculares de Johnny Cash o Leonard Cohen, nuestro más ilustre granadino ha optado por un sonido muy acústico, desnudo, casi folk o bluegrass (¡esos violines!), con el estupendo guitarrista José Nortes al frente de una banda circunstancial y escueta, pero deliciosa. La voz le sigue sonando firme a Miguel; orgullosa, tal vez dolorida. Es el autorretrato a cara descubierta, como Memphis-Granada, magnífica crónica sentimental del camino recorrido. Es el recuerdo a los amigos queridos y añorados, como en Para que yo me llame Ángel González. Y es la elección ingeniosa de versiones, en el caso de Send in the clowns, transformada ahora en Que salgan los clowns: la canción que popularizaron Frank Sinatra o Judy Collins, entre otras voces ilustrísimas, cobra ahora un significado amargo ante los abundantes argumentos que la vida nos ofrece para que se nos hiele la sonrisa.
Solo en A contra ley adquiere este Un largo tiempo un mayor cuerpo sonoro, pero Miguel Ríos no necesita a estas alturas de muchos ropajes. Se basta él, en esta emocionante determinación por erguirse, mostrar las cicatrices y apurar la vida –con todos sus sabores, también los amargos– hasta el último sorbo.
Nos encantó Miguel en Starlite. Todo un espectáculo. Y The Black Betty Trio, divino. Una mezcla excepcional. Seguid deleitandonos por mucho tiempo. Os necesitamos 🙂
Qué bien que así fuera. Larga vida a todos!!
Saludos desde Lima. Escucho a Miguel desde 1984 con La Encrucijada y Rock & Ríos. Desde ese entonces nunca dejé de escucharlo.
Saludos de vuelta. ¡Quién pasara por Lima! 🙂
Gran trabajo del Maestro Miguel Ríos. Soy un fiel seguidor desde hace muchos años. La banda sonora de ml vida. Gracias por este nuevo trabajo. Me quito el sombrero.
Hay muchos sombreros suspendidos ahora mismo en el aire… 🙂