El leonés Yuri Méndez había amagado con pasarse de una vez por todas al castellano, pero la vida y sus mudanzas –en su caso, en sentido literal: hasta cinco cambios de domicilio de la pandemia a esta parte– le han conducido casi a hacer balance de lo aprendido durante dos décadas de música y convertir este disco precioso y de título casi existencial en una especie de compendio y tarjeta de visita. Si no le conocían y quieren una visión panorámica rápida, esta docena de canciones representan la vía más rápida para conocerle, tomarle la temperatura y enamorarse de este escritor sencillo, íntimo, lúcido y adorable.

 

Afincado ahora en A Coruña, por estos avatares del amor, Yuri ha encontrado al fin el espacio y el momento para orillar sus otras ocupaciones (las bandas sonoras, mayormente) y desplegar a sus anchas su oficio de orfebre cancionista, de muchacho que ha interiorizado todas las enseñanzas de los grandes cantautores anglófonos del último medio siglo y acaba abrazando la canción acústica, el pop pluscuamperfecto y hasta algún destello de surf brianwilsoniano, como en el caso de la soberbia Parking lot. Solo hay un ejemplo parecido en nuestro ecosistema musical, el del madrileño Guillermo Farré (Wild Honey), pero Yuri quizá llegue un paso más allá en su talante omnívoro. Porque no es común encontrar un disco que comienza en la estela de Iron & Wine (The mute and the blind) y, sin solución de continuidad, se embarca en el gozoso delirio funk de Small circus, so many clowns, una travesura con la que remontar las fiestas que han encallado en algún momento lánguido.

 

Small circus… es una excepción, desde luego, porque Méndez es un mago de ese folk intimista que cautivará a quienes se sientan próximos a José González, Kings of Convenience o The Tallest Man on Earth. Parecen referentes muy elevados, pero olvídense de filiaciones o códigos postales: Pájaro Sunrise no tiene nada que envidiarles. Porque, como ellos, es un maestro en las pinceladas sonoras, en esas notas parcas y desnudísimas de piano que colorean Hey Matisse, en los tecladitos para una tarde de playa en Not hungry, en las cuerdas escuetas y sutiles que Javier Jiménez aporta aunando violín, viola y violonchelo bajo responsabilidad. Nunca estuvo claro cómo escribir una canción condenadamente bonita, ese piedra filosofal que ansían todos los trovadores que en el mundo han sido; pero está claro que The real top of the pops o Pointless (¡puro contry-folk!)se acercan entre bastante y mucho a ese ideal.

 

 

 

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