Quédense en la memoria con esa portada en rojo y negro, tan hermosa y elegante. Y tengan claro de antemano un dato primordial: la música que esconde es aún más bella, estilosa y esencial que su bien atractivo continente.

 

Así se las gasta el gaditano Pipo Romero, guitarrista aún joven pero ya muy experimentado, indagador insaciable en las posibilidades de un instrumento del que conocemos docenas de oficiantes insignes pero al que él aún tiene el valor de encontrar recovecos casi desconocidos. Curioso impenitente, tímido inconformista que, sin necesidad de cantar, no para de contar cosas. Comenzando por su hallazgo de ese término japonés, “Ikigai”, que remite a una filosofía de la región de Okinawa sobre cuán de importante es encontrarle el auténtico valor a la vida. Y en el caso de Pipo, evidentemente, todos sus caminos esenciales transitan por un sendero de seis trazos paralelos.

 

Proviene Romero de esa cantera de oficiantes versátiles, músicos acostumbrados a rotos y descosidos que, en su caso, proporcionó cobijo a nombres tan populares como los de El Canto del Loco o el propio Dani Martín en solitario. Hasta que hizo confluir manta y cabeza, se apartó de los cauces más acomodaticios y cambió las giras internacionales en grandes recintos por la reinvención humildísima en cafés y salitas con aforos para cuatro gatos. Ahí comienzan las andanzas del auténtico Pipo, mucho más que ese flamenco transversal y algo jazzístico que podríamos intuir por este periplo biográfico o la escucha de piezas como Intemporal. Qué va. Esto no es flamenco, o no es demasiado flamenco. A cambio, es personalísimo. Y, a ratos, brillante hasta decir basta.

 

Tan personal le ha salido al de Cádiz este paseo introspectivo que se abre con un homenaje a su padre, recién fallecido (De las cosas que nunca dije) en el que juega con los ecos de las comparsas, el carnaval y los pasodobles sin que haya en él un solo compás homologable a los que escuchamos cada mes de febrero en el teatro Manuel de Falla. Romero se sale siempre del carril, no se priva de buscar intersecciones y es capaz de sonar sucesivamente a música de cámara, Pat Metheny y tanguillos bajo la brisa atlántica en ese prodigio que lleva por título Privo di luce.

 

Hay sorpresas. Muchas. Y momentos en los que sentir que este Ikigai es una bendición que, como todo lo que proviene de las altas instancias, no sabe de adscripciones geográficas. Por eso Melodías de un febrero suena a cancioncilla celta para un flautista al calor de la fogata, pero resulta más fresca e innovadora que muchos otros músicos adscritos al trópico. Por eso La Narcisa nos conduce hasta alguna callejuela del barrio de la Boca mientras El viento remite más a esas nuevas músicas instrumentales que hacían fortuna tres décadas atrás con bandas como Acoustic Alchemy. Pipo es un instrumentista ágil y talentosísimo que incluso trabaja junto a un lutier canadiense para conseguir guitarras personalizadas hasta el último detalle. Pero lo más importante del relato no está en los detalles externos, ni en esa portada tan bonita. Lo mejor de este muchacho hay que descubrirlo aguzando mucho el oído.

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