Hay discos de intenciones nítidas desde su misma portada. No hay códigos secretos, dobles sentidos, mensajes cifrados ni “innuendos”, que diría algún guiri: ahí tenemos un chavalillo con unos globos en la mano y un título, “Let’s go sunshine”, de resonancias eufóricas. Así ha venido sucediendo a menudo a lo largo de la trayectoria de The Kooks, que parecen reivindicar, desde antes incluso de que le quitemos el plástico a este quinto elepé, esa frescura y descaro de sus comienzos, esa capacidad para el chispazo y el pellizco. Quizá al propio Luke Pritchard, que anda aún por los 33 añitos, le sorprenda también con qué facilidad las cofradías del hashtag pretenden hacernos mayores en lugar de encariñarse del trabajo de quienes empezaron pronto. En su caso, los trallazos de “Inside in/Inside out” y “Konk”, sus imbatibles dos primeros discos, llegaron a los veintipocos, pero aquí hay caramelos como “No pressure” y (sobre todo) “Four leaf clover” que parecen concebidos para desatar la euforia en los festivales del próximo verano. Conste que no todo va a ser desparpajo, alboroto e instantánea seducción: a lo largo de 15 cortes (insistimos: Pritchard, por primera vez lejos de una multinacional, se reivindica) hay hueco para los ramalazos de funk (“Chicken bone”), las gotitas de psicodelia (“Tesco disco”) o el sosiego que emana de “Fractured and dazed”. Los de Brighton siempre han soñado con parecerse a los Kinks, y no andan tan desencaminados. Colocarse un referente tan elevado siempre implica el peligro de una cierta frustración, porque les sigue faltando la trascendencia. Pero son -siguen siendo- sólidos, divertidos, musculosos. Un vehículo clamorosamente indicado para el disfrute.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *