No se han estrujado mucho las meninges los cuatro integrantes de Travis a la hora de escoger título para su novena entrega de estudio. Menos aún que cuando, allá por 2003, optaron por 12 memories para bautizar el que iba a convertirse entonces en su cuarto álbum. Pero habrá mucho de simbólico, a buen seguro, en la parquedad de esta elección. Los escoceses aspiran a que nos concentremos en sus canciones, nada más y nada menos. Y las diez que dan forma a esta colección figuran entre las mejores que han concebido en una trayectoria cada vez menos efectista y más digna de admiración.

 

10 songs es, digámoslo pronto, un álbum adorable. Fran Healy retoma en él las riendas como autor principal, después de un antecesor (Everything at once, 2016) mucho más participativo. Y lo hace con el firme propósito de que cada una de sus páginas resulte íntima, conmovedora, sustancial. Es imposible no sucumbir ante la tersura de The only thing, inesperado mano a mano de Healy con Susanna Hoffs: ni Travis suelen recurrir a duetos y colaboraciones ni la carismática líder de las Bangles frecuenta los estudios de grabación, para nuestra desgracia. Pero el empaste de ambas voces, térreas y a ratos casi susurradas, se convierte en un espectáculo que ya no se nos olvidará.

 

Canciones, solo canciones. Ese es el ideario del cuarteto de Glasgow (de dónde, si no), desentendido de los oropeles para centrarse en las melodías con el esmero de un taller de artesanos. Hubo un tiempo, allá por The man who (1999) y The invisible band (2001), en que estos escoceses parecían a punto de comerse el mundo, ensalzados merecidamente como una de las bandas más inspiradas del planeta. Su fulgor puede haber decrecido, pero su trascendencia no. Siguen siendo los mismos cuatro tipos que emprendieron la aventura tres décadas atrás. No hay rencillas ni carnaza más allá de lo artístico. Y hace muchos discos que ni se molestan en retratarse para la portada. Canciones, solo canciones.

 

Y las de Healy en este 2020 son, insistamos lo que sea preciso, extremadamente buenas. Conserva plena capacidad de encabritar las guitarras eléctricas (Valentine), como en los días primerizos, o puede ordenar un trote de escobillas en la batería (A ghost) para agudizar la sensación campestre. Pero su especialidad siguen siendo los medios tiempos, una disciplina que domina hasta el magisterioKissing in the windWaving at the window son enormes por su excelencia melódica, por esa capacidad de colocar cada nota en su sitio. Incluso las inesperadas, que son, claro, las más difíciles. Y luego llegan los arreglos de cuerdas (Nina’s song) o la belleza intimísima, casi musitada, de All fall down. Y solo nos queda, en efecto, derrumbarnos.

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