Ruban Nielson no invierte demasiado tiempo pensándose el título de sus álbumes, pero es la única faceta artística en la que aplica el remoloneo. Su quinto elepé vuelve a recurrir a la numeración romana, lo que de paso también implica cierta visión de globalidad para su propia obra, pero esta vez su imaginación fértil parece más desparramada que nunca. En lo cuantitativo, sin duda, pero también en lo que se refiere a los contenidos. V suena a Unknown Mortal Orchestra hasta los tuétanos, pero es el disco más desbordante, plural, diverso e incontenible de la colección. Y que el firmante haya decidido extenderse hasta los 14 cortes, que rondan la hora de duración, es un exceso para estos tiempos fugaces que corren. Y se agradece mucho la generosidad, porque es incontinencia pero no morralla.

 

A Nielson siempre le hemos asociado con la (neo)psicodelia, el jipismo y las incursiones garajeras, y todos esos condicionantes conviven ahora con un aire más evanescente, incluso de escapismo, un anhelo que seguramente la pandemia ha convertido en tentación recurrente en un buen puñado de discos de estos dos últimos años. La voz ultraprocesada, oscura y seductora de obras pasadas, como una especie de Lenny Kravitz encerrado en alguna cabaña remota, aflora con toda su familiaridad en el segundo corte, Guilty pleasures, pero el primero, The garden, abraza con sus seis minutazos de orgullo esplendoroso esa otra línea estilística, la de la placidez evasiva. No puede ser casual que el álbum se haya concebido en gran medida en dos arquetípicos paraísos tropicales, Hawaii y Palm Strings, un contexto que se refleja en otros títulos elocuentes: Keaukaha o The beach son abiertas invitaciones a embadurnarse hasta las orejas de crema solar.

 

Esa ambivalencia entre oscuridades, sonidos turbios y válvulas analógicas, por un lado, e incitaciones al soft pop de los años setenta, por otro, desconcertará a algunos de los correligionarios más ortodoxos de UMO, pero convierte este V en un artefacto particularmente gozoso. Nunca queda muy claro por dónde va a tirar Nielson, pero acabaremos redescubriendo el placer culpable –como la canción antes mencionada– de ese pop más bien almibarado de los primeros años ochenta. Y eso por no hablar de los amenísimos paréntesis instrumentales (The widow, Shin ramyun…), que parecen híbridos entre el Chick Corea eléctrico y cualquier serie televisiva de sobremesa.

 

Hay temas de filiación negroide que parecen más bien maquetas caseras (In the rear view, Layla), toscas pero irresistibles. Y hay momentos, como Weekend run, en que nos entran ganas de cantar con una desinhibición que nunca habríamos imaginado con un chico raruno de Portland (valga la redundancia): Andrew Gold o los productores de El gran héroe americano habrían sido felices con una travesura así. Quizá hayamos llegado a donde queríamos, al carácter travieso de V. Puede que lo lastre de cara a las clasificaciones sobre lo mejor del año, pero lo vuelve adictivo.

 

 

 

 

 

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