A Julien Ehrlich y Max Kakacek, los dos jovencitos de Chicago que operan bajo el nombre artístico de Whitney, les creíamos tener bien cogido el punto y la matrícula, pero Spark se desvía unos cuantos grados del itinerario previsto y obliga a recalcular la trayectoria, como cuando contradecimos al navegador del móvil. Ehrlich ha sabido convertir su falsete en un referente característico e inconfudible que parecía encaminar las operaciones hacia ese pop-folk lánguido, tan bello y mustio como los mejores orígenes de Bon Iver, que conmovió en el pastoral Light upon the lake (2016) y parecía apuntalarse con Forever turned around (2019). Pero Julien y Max no querían seguir esos derroteros ni, sobre todo, resultar predecibles aun dentro de aquel sonido preciosista, refinado y absorto, y Spark se convierte ahora en un súbito golpe en la mesa. No llegan a agrietarse los cimientos, pero el temblor en la cubertería es evidente.

 

Las 12 nuevas composiciones de Whitney se envuelven de electrónica, aire urbano y sofistación neo soul para reubicar a la banda en un espectro aún etéreo, pero más rítmico. Hay cajas de ritmos desde el primer aliento (Nothing remains) y en arrebatos tan adictivos como Never crossed my mind, en los que parecen ejercer como seguidores blancos de Prince. La cosa no da como para el desmadre en la pista de baile, pero nadie duda de que Real love, con su hipnótico bajo pedal, las baterías programadas y esos irresistibles teclados Wurlitzer, puede sonar con éxito a muy altas horas en los clubes más refinados de tu ciudad.

 

Bienvenidas sean, sin duda, esas crisis de identidad que sirven para replantear los escenarios y las perspectivas. Spark no es la obra de una banda irreconocible, porque el falsete y ese aire tan frágil, desvalido y sentimental siguen figurando como ingredientes de relieve, sobre todo en algún momento tan hermosamente desfallecido como Terminal o en las caricias arpegiadas iniciales de Heart will beat. Pero el oyente familiarizado con Max y Julien precisará de un periodo de readaptación para comprender que Lost control, que parecía encaminada a ser una titilante balada al piano, explota sin aviso previo en una arrolladora píldora de soul bailable.

 

Que la banda hubiese hecho tiempo con un disco de versiones, el más bien irregular Candid (2020), ya era sintomático de las turbulencias interiores. La mudanza –justo antes del confinamiento– desde la urbanita Chicago a la siempre más bohemia Portland, paraíso hipster de la costa oeste, acabó seguramente de propiciar el cambio de registro. Y existe la tentación de minusvalorar Spark como un álbum de transición o un capricho pasajero, pero sería muy injusto.

 

No sabemos cuáles serán los próximos derroteros, pero nunca habríamos imaginado que la voz afligida de Julien nos permitiese los chasquidos de dedos a los que invita Blue, incluso con solo de flauta en el menú. O a la mezcla de sintetizadores ambientales y sección de cuerda en la bella y ensimismada Twirl. No caigamos en la tentación de una escucha precipitada o en la de barruntar que la hiel del desamor ha empujado a Whitney a un precipicio. Porque Spark se agranda y redimensiona con cada nueva escucha.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *