Asombra recordarlo: Harry Nilsson contó en su momento con la bendición del mismísimo John Lennon. Justo antes de la disolución de los Beatles, el eterno gafotas de Liverpool proclamó que el único músico lo bastante talentoso como para heredar el cetro de la canción era esta barbudo neoyorquino que parecía capaz de escribir joyas colosales mientras apuraba el primer café (y sin sacarse la bata). El pronóstico no llegó a cumplirse nunca, incluso aunque Harry y John terminaran siendo muy amigos, compartiesen los tiempos del “Lost weekend” (aquellos meses en los que Lennon huyó de la presencia de Yoko) y hasta rubricaran a medias un álbum, Pussy cats (1974), bastante más disperso que memorable. Y, sin embargo, duele repasar los méritos nunca suficientemente reconocidos de este trovador disoluto y nunca agraciado por la caricia de la Diosa Fortuna: un hombre que componía casi todo lo que cantaba logró sus dos éxitos irrefutables con sendas piezas ajenas, Everybody’s talkingWithout you.

 

Esta última sirvió como banderín a su disco de 1971, publicado poco antes de Imagine: la original era obra de Badfinger, los protegidos de McCartney en el sello Apple y otros paradigmas de la suerte esquiva en la historia del pop. Nilsson Schmilsson era, más allá de aquel éxito, fabuloso de principio a fin. Incluía temas tan originales y atípicos como Jump into the fire (una mezcla del McCartney de Helter Skelter y el de The end), la socarrona Coconut o la infinitamente hermosa The moonbeam song. Reinventaba con muchísimo gusto un par de antiguallas del r’n’b (Let the good times rollEarly in the morning) y exacerbaba el romanticismo (I’ll never leave you) como quizá solo otro medio neoyorquino, Rufus Wainwright, ha sabido hacer con los años.

 

Cualquiera que se encuentre con este disco no podrá creerse que su firmante no figure en el Parnaso de los años setenta. Pero nadie dijo nunca que este fuera un mundo remotamente justo.

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