¿Qué hacer a la altura ya de tu noveno álbum, cuando tu banda acaba de celebrar sus dos décadas de existencia y ha fluctuado ya en todas las direcciones posibles a partir de su enraizada filiación con el rock sureño? La familia Followill –ya saben, tres hermanos y un primo: amor y buena compañía– encuentra la respuesta a la encrucijada apelando al casillero de salida y emprendiendo el camino a un territorio muy cercano al que estableció las bases de aquel Young & young manhood, su robusto y expeditivo estreno allá por el verano de 2003 (y por extensión de Aha shake heartbreak, una temporada más tarde). Lo curioso del caso es que el principal responsable del viraje no es tanto la banda como su flamante nuevo productor, Kid Harpoon, un cantautor inglés que ya consiguió hacer más orgánico el sonido de artistas muy mediáticos (Harry Styles, Florence + The Machine) y que aquí propicia el reencuentro de los Leones de Nashville con su vertiente más analógica.

 

 

Lo mejor de Can we please have fun, y lo que valida el ruego hedonista del título, es su apelación al disfrute primigenio y a un sonido urgente, tosco y seco –pero nada desaseado– que parece tomado directamente como si Harpoon hubiese repartido sus micrófonos por el garaje o sala de ensayos de la casa familiar. Y todo ello es a su vez compatible con la melancolía subyacente en muchas de las piezas, concebidas bajo el influjo de la pérdida de la madre de los Followill. El cantante y líder, Caleb Followill, se convierte en portavoz de la saga (los hermanos Nathan y Jared, el primo Matthew), para comandar un disco a la paz firme y sereno que tiene además algo de reseteo. Más aún si reparamos en que comenzó a concebirse sin adscripción discográfica: el cuarteto ha acabado recalando en Capitol después de extinguirse su anterior vínculo con RCA.

 

Y así sucede que Can we please… exhibe más músculo que nervio. Abre con una pieza, Ballerina radio, tan espléndida como contemporizadora, y dosifica las subidas del voltaje eléctrico para momentos puntuales, como el estribillo arrebatado de Nowhere to run o la chulería arrastrada de Mustang, una pieza que haría feliz a Iggy Pop. Los dos títulos han sido inevitablemente extraídos como sencillos y deberían devolver a KoL a los lejanos momentos de esplendor de éxitos como Sex on fire o Use somebody, por mucho que las voces de los cenizos sigan rumiando la cantinela de que no son buenos días para el rocanrol.

 

Difícil aceptar la tesis con álbumes como este, que apunta maneras de frontera mexicana en Actual daydream, se adentra en la balada eléctrica con la emocionante Don’t stop the bleeding, juguetea con la pomposidad ochentera y sintetizada en el caso de Split screen (que parece pedir a gritos una nueva grabación con Springsteen como estrella invitada), desliza un deje soñador a lo George Harrison con Ease me on y refrenda con la gritona y punzante Nothing to do una vertiente ya casi olvidada, la que les equiparaba con The Strokes en versión sureña. Quizá Can we please have fun no llegue a la condición de álbum irrefutable, pero su frescura revitalizada lo hace mucho más seductor de lo que a los escépticos les gustará reconocer.

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