Hay que profesarle notable simpatía, ya de entrada, a un creador que escoge un término tan sonoro, hermoso y poco recurrente como “fumarola” para la partida de bautismo de su álbum: un indicio elocuente de que casi nada de lo que nos encontraremos en esta decena de canciones se corresponde con las pautas de lo obvio ni lo mil y una veces interpelado. Porque este Fumarola se aparta de cánones y escuelas con una determinación casi suicida, y emprende un viaje poético de vocación inclasificable, de verso libérrimo. Es una primera impresión que las escuchas sucesivas solo sirven para corroborar: Roldán no solo no se parecen a casi nadie, sino que muchas de sus canciones tampoco se parecen entre sí.

 

Subrayemos una valía expresa y muy valiente en un álbum de canciones que abre el telón con una pieza, Discusión imaginaria, en la que la muy evidente fuente de inspiración es un compositor tan remoto en la semántica del cantautor como Philip Glass. Pero el extremeño Juan Carlos Roldán siempre se ha sentido cómodo con las alusiones a los francotiradores creativos, y esa querencia seguramente se vea ahora agudizada por el hecho de haber escogido a Abel Hernández (El Hijo) como el aliado al que confiarle la producción. El hambre y las ganas de comer, ya se sabe: ninguna de estas 10 canciones se ajusta a los patrones de lo obvio ni lo radiable, ni una sola propicia la tentación del tarareo, pero su extraña vocación poética, a menudo lisérgica y en ocasiones tímidamente alentadora, se vuelve adictiva a medida que se multiplican las escuchas.

 

Hay que concederle tiempo a Juan Carlos, un muchacho de tenue optimismo cósmico que termina formulando Todas las soluciones en estos términos: “Cómo es posible que el universo te parezca insuficiente / con su infinidad de fenómenos y ocurrencias / y con la vasta magnitud de los hechos microscópicos”. Los ecos a Canterbury y a Robert Wyatt son recurrentes en una entrega en la que las canciones de amor nacen tristonas o no nacen (Se me olvidó) y donde el tono taciturno y la tesitura restringida de la voz (Hombros siameses) refrendan la vigencia, cuatro décadas después, de las enseñanzas de Germán Coppini.

 

Así son las cosas en esta Fumarola de gases evanescentes que, procediendo de la esencia telúrica, acaban evaporándose por entre las ramas de lo etéreo y lo onírico. Emociona Juan Carlos Roldán cuando enarbola para Ciudad más grande una voz más frágil y aguda, portadora de un futurismo desalentado (“Somos casi como estatuas. Rellenos de gelatina, nos vamos deteriorando…”). Porque la esperanza, o es cósmica o no es (Todas las soluciones). Y se sustenta en flautas evanescentes (Realista), en las tenues y quebradizas segundas voces de Ana Crespo y, sobre todo, en las enseñanzas que puedan aportarnos los raros y marginales, los que se alejan de cualquier canon. De ahí el valor inmenso que al final cobra Locos del pueblo, elogio precioso a los marcianos y estrafalarios, oda a esa genuina extravagancia que hoy pierde empaque bajo la vaga catalogación del friquismo.

 

“Locos del pueblo vuelven a tu vida. Salen del pueblo, se curan al verte. Ya te han vuelto loco, loco para siempre”. Cuidado, porque el propio Juan Carlos Roldán es uno de ellos. Qué bendición que se avenga a compartir toda esa locura con nosotros y que porfíe por contagiárnosla. Siquiera un poquito.

 

 

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