La madurez siempre es una opción plausible, y más aún a medida que la biología va acumulando años y arrugas a nuestras espaldas. Con The Killers recuperamos súbita y milagrosamente la fe el año pasado gracias a su espléndido Imploding the mirage, pero ahora resulta que aquello no fue una agraciada casualidad. Menos de 12 meses después de aquella descarga de talento y desparpajo al compás de grandes sintetizadores, el ahora otra vez cuarteto se marca un nuevo álbum no solo excelente, sino de una naturaleza radicalmente opuesta. No contábamos con ello, igual que en los estertores del verano pasado aquella sexta entrega nos sorprendió con el pie cambiado, pero justo es admitirlo, reconocerlo y anunciarlo: no se recuerda a Brandon Flowers en un momento tan dulce como el actual.

 

Pressure machine se manifiesta, en concordancia con lo que su propia presentación sugiere, como un disco en blanco y negro. Frente a la efervescencia de su predecesor, bullanguero y feliz como un álbum de Fleetwood Mac en los años ochenta, este trabajo es sombrío, circunspecto, retraído y doliente, más allá de puntuales momentos de exaltación (In another life). Los Mac dejan paso, en el capítulo de los influjos, al más que obvio ascendente de Bruce Springsteen, que también en los ochenta había cultivado en Nebraska el subgénero de álbumes sin color en la portada. Lo extraño, puestos a seguir sorprendiéndonos con los de Texas, es que el trabajo no incluya como extra ese reciente Dustland a medias con el Jefe de Nueva Jersey.

 

Ya había habido guiños a The Boss en el pasado, pero una parte significativa de este nuevo repertorio parece guiado, o casi dictado, por su influjo. Incluso Quiet town suena a Bruce con sintetizadores prestados de las sesiones de Born in the USA, pero también hay semejanzas evidentes en el gusto por las historias cotidianas de sufridos personajes anónimos. Y, más allá de las piezas acongojadas, las sorpresas: el precioso estribillo en falsete del tema central o la ayuda de la espléndida Phoebe Bridgers (el año pasado ya habían contado con Weyes Blood y k.d. lang, por seguir alabándoles el gusto) para Runaway horses.

 

Que nadie se precipite en sus conclusiones: Pressure machine no es un álbum de acceso difícil, sino solo poco propicio para las radiofórmulas. No las necesitan y, además, el soberbio arreglo de cuerdas para The getting by merece la pena muchísimo más que un generoso puñado de dólares en derechos de autor.

 

 

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