Mike Scott es un espíritu libre e ingobernable, con todo lo bueno que ello conlleva… y también con sus efectos colaterales no siempre tan ventajosos. Por lo pronto, es una bendición comprobar que sus ansias creativas no decrecen: Good luck, seeker, ¡decimocuarto! trabajo bajo la marca de sus Waterboys (no olvidemos sus ocasionales aventuras en solitario), apuntala un ritmo productivo no solo elevado sino también generoso, puesto que son 14 los temas que se amontonan en esta entrega. Pero el álbum, como ya sucediera con el doble Out of this blue (2017) y el algo más comedido Where the action is (2019), vuelve a constituir un ejercicio de incontinencia estilística, una vehemente declaración de eclecticismo que incluye páginas brillantísimas con otras más desconcertantes.

 

El nivel general, conste como balance previo, es elevado. Basta la apertura para corroborarlo: The soul singer se atiene a su título y constituye un explosivo ejercicio de soul de ojos azules, voz rugosa y metales que chisporrotean. Guitarras y órganos expansivos se alían en My wanderings in the weary land, con todas las huellas genéticas de aquel Scott que pasmó al mundo en los años de The fisherman’s bluesPostcard from the Celtic dreamtime es una evocación de esencia tradicional y evocaciones pastoriles que ahonda en el gusto del edimburgués por el recitado o spoken word, muy cerca de aquel Van Morrison de In the days before rock ‘n’ roll.  Y aún no hemos mencionado la gran joya de la corona en esta entrega, una lectura muy remozada de Why should I love you? (Kate Bush) con la que nuestro escocés indomable refrenda su buena mano con canciones que parecen estar escritas desde siempre.

 

Toda esa sabiduría atemporal contrasta con incursiones electrónicas como Beauty in repetion The land of sunset, que parecen forzadas o, como mínimo, incongruentes, y que generan el desconcierto en una obra que gana enteros si suprimimos algún título de la lista de reproducción. Se llama incontinencia y es un riesgo al que nos tienen acostumbrados los grandes talentos. Nos puede divertir Scott incluso en la atípica faceta r’n’b de (You’ve got to) Kiss a frog or two, pero en el último cuarto del disco parece írsele la mano con el furor iconoclasta. Quizá con sacar a tiempo el álbum de la bandeja del lector sea suficiente. Quedémonos antes con el buen sabor de boca de Dennis Hopper, otro icono que también supo hacer (casi) siempre lo que le pedía el cuerpo como pauta de vida artística.

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