A estas alturas ya es prácticamente imposible que se repita un fenómeno como Come away with me (2002), aquel debut que despachó unas cifras inimaginables, arrambló con todos los Grammys importantes y se erigió en referente para el pop de trasfondo jazzístico, pero a Norah Jones le sienta cada vez mejor alejarse de la hipérbole y enarbolar un discurso ajeno a filiaciones, un cancionero libérrimo que no pretende ninguna nueva entrada en el Libro Guinness pero que alcanza, dos décadas después, un estado de gracia envidiable y seguramente definitivo. Visions es un disco soberbio que se vuelve aún más adorable a cada escucha; un prodigio de serenidad y sabiduría que coloca a su firmante como una mujer pletórica y, barruntamos, más segura en sí misma de lo que nunca la habíamos notado antes.

 

Tiene cierta lógica que a la de Brooklyn le supusiera una losa aquel debut tan arrollador y fulgurante, la condición, adquirida casi de un día para otro, de primer gran icono musical del siglo XXI. Y recordamos más de un concierto suyo en que la imaginábamos abrumada por la intensidad del foco, por una responsabilidad que aturde y atenaza. Nunca la abandonó la inspiración en la intimidad del estudio, y no han sido pocos los discos grandes que ha ido entregando, pero ninguno inspira tanta sensación de eclosión y autoestima como Visions, una entrega serena e inspiradísima, original en su búsqueda de un nuevo enfoque para el soul clásico –su principal nutriente– y extraordinaria en hechuras. Refinada y elegantísima, pero sustentada en canciones que parecen escritas desde siempre (All this time) o por las que habrían matado hasta las mismísimas Dionne o Diana (Running).

 

Puede tener una parte no pequeña de culpa en este proceso la alianza con Leon Michels, antiguo aliado de la añorada Sharon Jones en sus Dap-Kings, que repite como productor después de trabajar ya con Norah en su pasatiempo navideño de hace tres temporadas (I dream of Christmas) y que aquí lo envuelve todo de calor y seda. Y su minuciosidad sonora sobresale tanto en los momentos de eclosión de metales (I just wanna dance) como desde la desnudez adorable de Visions, donde Norah se enfrenta al micrófono con el único respaldo de una guitarra de una guitarra eléctrica, hasta que unos delicadísimos coros y trompetas se incorporan a media canción.

 

Michels ejerce también de coautor en casi todo el álbum, donde hay travesuras más indies (Staring at the wall), un single de ternura cándida que habrá entusiasmado a Carole King (Paradise) y un fabuloso último capítulo de espíritu casi góspel, That’s life, que parece estar esperando su inclusión en alguna biopic sobre los girl groups de los años sesenta. Y es curioso que Norah Jones solo coja el lápiz en solitario para Queen of the sea, una canción que merecería estar en cualquier discazo de sus adorados The Everly Brothers. Solo que a los hermanos nunca se les habrían ocurrido esos arreglos de guitarra eléctrica arrastrada y perezosa. Mirado desde cualquier ángulo, Visions es un regalo para el oído y para la vida misma.

 

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