Existe abundante literatura, y más mitología aún, sobre el tantas veces mencionado “difícil segundo disco”. Ya saben: el primero lleva preparándose toda la vida y es en el sucesor cuando el artista se enfrenta sin red de seguridad al vértigo de la página en blanco. The Doors abordaron ese delicado trance con una dificultad adicional: su homónimo debut los había catapultado directamente al cetro de la psicodelia e incluía dos temas de popularidad eterna, Break on through y Light my fire. La respuesta a un estreno teóricamente imbatible fue este Strange days, publicado apenas nueve meses más tarde (¡más difícil todavía!) y desdeñado en no pocas ocasiones como una mera secuela o una colección de descartes para el repertorio inaugural.

 

Con el tiempo, y sin ánimo de blasfemia, a veces da por pensar que esta teórica obra complementaria supera, y hasta puede que con creces, a su hermana mayor. Jim Morrison, Ray Manzarek y compañía prescindieron de piezas orientadas a las listas de singles, y tanto Love me two times como People are strange hubieron de conformarse con puestos modestos. Pero el conjunto es un conglomerado de lisergia y tribulaciones, un sueño mal digerido, el contrapunto amargo al famoso Verano del Amor.

 

Cuentan que el ingeniero Bruce Botnick se había hecho durante los preparativos con una copia de avance de Sgt. Pepper’s y el descubrimiento de aquella Capilla Sixtina de la psicodelia y las revoluciones en el estudio de grabación estimuló la imaginación de los californianos. Basta escuchar los compases de apertura del trabajo, con su tema titular, para comprender que nos enfrentamos a una evolución y no a una secuela respecto al primer LP. Al igual que The end, primero, y The soft parade, dos años más tarde, el trabajo se cierra con un tema larguísimo, los 11 minutos de When the music’s over, que permitía éxtasis colectivos en directo sin dejar de resultar fascinante en estudio.

 

Sumemos la triste candidez de Unhappy girl y You’re lost little girl, o la vertiente de crooner siniestro de Morrison en I can’t see your face in mind, y comprenderemos la grandeza del capítulo que nos ocupa. Y al que conviene restituir en el relato de los hechos. Sería muy cruel con nosotros mismos que nos priváramos de tan sabroso manjar.

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